48

Cuando Alba se detuvo ante la puerta del bar Los Quiteños una fuerte opresión se apoderó de sus intestinos, parecía como si centenares de avispas revoloteasen en su estómago. Toda la decisión, toda la fuerza que había acumulado en su apartamento mientras había decidido interrogar al Corona San de Muerte sobre la muerte de su hermano y de Walter se había evaporado de repente. En aquel instante, hubiese preferido hallarse en cualquier otro lugar y tener que hacer cualquier otra cosa antes que entrar en aquel bar y enfrentarse al Corona.

Y, sin embargo, allí estaba.

De noche, el lugar era más destartalado de lo que le había parecido el otro día. El rótulo de la entrada prometía cerveza Pilsener y, a pesar de que la puerta se encontraba cerrada, podía oír claramente los acordes de la música latina del interior. Un grupo de chicos ecuatorianos fumaba porros apoyados junto a la pared y aullaron lascivamente cuando la descubrieron, mirándola de arriba a abajo.

Alba sintió la urgencia de salir corriendo, alejarse lo más rápidamente y lo más lejos posible de aquel lugar pero el recuerdo de su hermano se lo impidió. Alzando los hombros y mirando al frente se dirigió hacia la puerta de entrada, cuando la abrió recibió en el rostro el impacto del hedor a sudor y cerveza derramada.

—Creo que me estoy poniendo muy cachondo. —Dijo uno de los chicos de la entrada, con el canuto colgando de la comisura de sus labios. Vestía los colores de los Latin King y le faltaban algunos dientes. Se pasó una de sus manos libres por la entrepierna e hizo un gesto obsceno—. Pásate a buscarme cuando termines ahí dentro y estés preparada para lo bueno.

Alba se dirigió al interior, reprimiendo un sollozo de terror, pero decidida a acometer la empresa que la había traído de regreso a Los Quiteños.

Desde luego, el ambiente nocturno de aquel bar no tenía nada que ver con el de las comidas. Las mesas del almuerzo habían desaparecido, probablemente apiladas en la parte de atrás, y en su lugar habían colocado unas mesas altas y redondas sobre las que se apoyaban los clientes, en su mayoría latinos, cuyas edades oscilaban entre los quince y los treinta años. Los colores dorado y negro predominaban en sus ropas y algunos rostros se giraron hacia ella cuando cruzó el umbral de la entrada. Excepto por las luces del letrero de neón y de la barra, el lugar estaba sumido en la penumbra.

Cuando sus ojos se acostumbraron a la escasez de luz, se dirigió a la barra examinando a los clientes con la mirada baja y esquiva. Los hombres llevaban casi todos gorras o pañuelos en la cabeza y atuendos deportivos holgados y las mujeres mallas de punto muy tupidas y corpiños ajustados. Por debajo de algunas camisetas, Alba alcanzaba a discernir las empuñaduras de pistolas y cuchillos.

No veía al Corona por ninguna parte.

Se estaba acercando a la barra, cuando un arrastrar de pies y un enorme estruendo la detuvo en seco. Varias personas ansiosas por ver lo que estaba sucediendo se aplastaron contra ella y la empujaron hacia la pared.

Dos chicos con el rostro ensangrentado e hinchado se estaban enzarzando a golpes junto a la barra. Uno de ellos tenía un enorme corte junto a la ceja del que brotaba un espeluznante chorro de sangre que manchaba las cadenas de oro que lucía al cuello. En la mano blandía una navaja de mariposa, mientras animaba a su oponente a que se acercase de nuevo. El segundo chico hacía lo propio agarrando por el cuello una botella de Pilsener y tratando de mantener a raya al del corte.

—¡Eh, si queréis bronca sacadla fuera del local! —Rugió un inmenso encargado de la seguridad cuya cabeza parecía dos tallas menos en comparación con el grueso cuello que la soportaba.

Aquello fue demasiado para Alba y decidió esperar al Corona fuera del bar. Estaba a medio camino de la salida cuando un par de manos la agarraron por los brazos y frente a ella se cruzó una mujer que mantenía los rizos sobre su cabeza atados con un pañuelo amarillo.

—¿Qué tenemos aquí? —La voz de la mujer resultó ser sorprendentemente grave, sin duda erosionada por años de alcohol y tabaco—. ¿Te has perdido, princesa?

A su espalda, su captor apretó el cepo con la que la tenía sujeta y expulsó el aire con un silbido, junto a su oreja. El aliento le olía a cerveza rancia.

—Fíjate qué monada, colega.

Algunos de los que se encontraban alrededor prestaron atención, aunque la mayoría les ignoró con su atención puesta en la pelea que, a tenor por el ruido, estaba empezando a decaer. Ambos contendientes habían sido finalmente separados por sus camaradas y ahora bebían de un solo trago sendas botellas de Pilsener, ajenos a la enorme cantidad de sangre que manchaba sus ropas.

Alba abrió mucho los ojos, aterrada.

—De puta madre, aquí tenemos a una tía que no canta a cerveza y que no vomita mientras te la tiras.

Muchos rieron.

—A mí me gustaría poner eso en práctica. —Gritó alguien a su izquierda—. Llevémosla detrás a ver si es verdad.

La mujer se acercó a Alba y la agarró por la barbilla como si quisiera poder verla mejor, pasándole una mano por la mejilla. A la muchacha se le encogió el estómago.

—¿Qué has venido a hacer aquí? —Preguntó.

Alba trató de apartar la cara pero la mujer la sujetó con más fuerza.

—Me llamo Alba Torres y he venido a ver al Corona San de Muerte. —Dijo, temblándole la voz.

Entonces, se hizo un silencio repentino en el local. Por el rabillo del ojo, Alba alcanzó a ver a un hombre que se acercaba desde la barra, abriéndose paso a empellones.

—¿Qué coño pasa? —Preguntó—. ¿Quién es esta zorra?

Alba consiguió liberarse del abrazo de oso que la tenía sujeta y se volvió, medio muerta por el miedo, para encararse con su captor. El hombre tenía los ojos vidriosos y brillantes por las drogas y los clavaba intensamente sobre ella. Lascivamente, movía la lengua dentro de la boca y lucía una enorme cicatriz blanquecina que segaba su perilla de lado a lado.

—Ni puta idea, acabo de pillar a esta putita intentando escabullirse por la puerta. —Contestó la mujer.

—Y bien, ¿qué coño quiere?

—Está preguntado por el Corona Supremo.

El hombre que se había acercado tenía todo el cuello repleto de cadenas y abalorios dorados y por la cinturilla de su pantalón vaquero talla XXL, sobresalía la culata de una pistola. Alba había escuchado en alguna parte que el número de colgantes determinaba la posición en la escala de poder de la banda en la que se situaba un acólito. Aquel hombre debía ser uno de los más importantes. Alba no podía saberlo pero se encontraba ante el Tercer Corona Pibe Inca, el jefe de guerra responsable de todos los asuntos violentos relacionados con el capítulo[17] de Tetuán.

—¿Qué cojones quieres del Corona Supremo? —Le agarró un puñado de pelo y se lo retorció obligándole a echar la cabeza hacia atrás.

—Me… Me llamo Alba, soy la hermana del chico que mataron en el río.

El Tercer Corona le volvió a tironear del cabello y Alba no pudo reprimir un grito de dolor.

—¡Cierra el pico! —La ordenó, silenciándola con una bofetada—. No creas que nadie va a echarte una mano, puta. Aquí dentro a nadie le importa lo que le pase a una pendeja quiteña como tú. Además, seguro que piensan que te estoy dando caña.

En su rostro bailó una sádica sonrisa.

—Si te portas bien, igual más tarde te doy lo tuyo.

—¿Qué vamos a hacer con ella, Tercer Corona? El Corona Supremo no ha venido esta noche. —Quiso saber el hombre que tenía a Alba agarrada por los brazos, y que se trataba de uno de los soldados encargados de la seguridad de los Coronas. Alguien acostumbrado a matar y a tratar con sadismo a las personas—. Déjamela a mí y la haré cantar ahí detrás como si fuera un puto ruiseñor de mierda.

El Tercer Corona Pibe Inca le fulminó con la mirada y el hombre retrocedió unos pasos, soltando a la muchacha.

—¡No seas gilipollas! Ya sé que el Corona San de Muerte no está aquí. —Resolló, furibundo—. Vamos a llevar a esta putilla a la parte de atrás, pero para quitarla de la vista y luego decidiremos qué hacemos con ella.

Alba, temblorosa y tan pálida como una losa de mármol, intentó resistirse, sofocándose de puro miedo, pero el Tercer Corona la agarró con más fuerza del pelo y le incrustó el cañón de la pistola entre las costillas, haciéndole saltar las lágrimas.

—Si vuelves a moverte, te mato aquí mismo como a una perra y luego les dejo a los chicos que se diviertan con lo que quede. —Le espetó y la empujó a través de la masa de cuerpos hasta una puerta metalizada que se abría junto al aseo compartido tanto por los hombres como por las mujeres.

Alba intentó resistirse pero fue inútil, tras un último empellón, aterrizó en un angosto patio trasero embutido entre edificios grises con ventanas oscuras.

Después, para su sorpresa, la dejaron sola.

Alba corrió a ocultarse bajo una sombra, en la esquina más alejada de la puerta, y trató de recobrar el aliento. Estaba temblando incontroladamente, el tableteo de su corazón atronaba en sus oídos por encima del sonido de la música en el interior del bar. No tenía ni idea de qué es lo que iban a hacer con ella y el corazón le latió con más fuerza, completamente desbocado. ¿En qué lío se había metido? ¿Iban a matarla? No podían hacer algo así, ¿verdad? ¿Matarla en aquel patio desolado? La mitad de los clientes del bar le habían visto la cara, habían presenciado cómo la obligaban a ir hasta el fondo y la habían encerrado en aquel patio.

Sí, y no habían hecho nada para impedirlo, se dijo a sí misma.

Se echó a llorar. No tenía escapatoria. Pensó en gritar pero las ventanas del edificio adyacente permanecían todas cerradas contra el encapotado cielo nocturno y, en el interior del local, con la música reggaeton tan alta, nadie la oiría. Entonces, decidió obligarse a sí misma a actuar y buscar una salida, pero estaba paralizada, incapaz de gritar o de encontrar el ánimo para intentar escapar.

Cuando el Tercer Corona regresó, la sorprendió hecha un ovillo en la misma esquina a la que había corrido cuando la dejó encerrada en el patio. La miró con sus ojos duros, en su mano empuñaba la pistola, y agarrándola por el cuello la obligó a levantarse y la empujó con la pared de ladrillo, apretando su cuerpo salvajemente contra ella.

Levantó el arma hasta su sien y dijo:

—Hola, puta. Ahora tú y yo vamos a pasar un rato juntos.

Entonces, el mundo se apagó de repente.

Antemortem
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