No es mi hora, pensó. Y luego, aquí estoy otra vez, en el mismo lugar de oscuridad y pesadilla. Desde todos los ángulos, la escena a su alrededor se solidifica, cobra vida. Las mismas paredes desnudas, la misma silla de dentista, el mismo terror. Se encuentra, de nuevo, en aquel lugar de dolor y pesadilla.
La habitación del dolor.
Intenta calmarse, templar sus pensamientos, recordar cuándo y cómo fue llevado allí, pero su mente es una niebla, una espesa cortina de ruido blanco impenetrable que le impide pensar con claridad.
Al otro lado, su atormentador se encuentra de pie, mirando hacia la pared. El instrumento con el que le ha torturado todo ese tiempo, reposa apoyado en las patas de la mesa plegable. Las sombras le rodean y le abrazan, envolviéndole como lo haría una madre a su hijo. Tiene las manos cruzadas a la espalda, inmóvil.
—¿Por qué no acaba ya de una vez? —Le pregunta con voz reseca.
Silencio.
—¿Por qué yo? —Insiste—. ¿Qué quiere de mí?
De nuevo, silencio.
Una impaciente irritación sustituye su dolor y se revuelve contra sus ataduras con desesperación. Puede sentir la humedad de su propia sangre resbalar por sus muñecas y empaparle las perneras del pantalón.
—¿Qué quiere de mí? —Grita, una vez más.
El mismo silencio pertinaz por respuesta.
Trata de mirar a la cara de su torturador pero no hay nada que ver. No tiene ojos, no tiene boca, tan solo un manchón borroso allá donde se supone que debe estar su rostro, como una imagen en el televisor que tuviese las caras desenfocadas para proteger la identidad de quienes aparecían en ella. El hombre no se mueve, permanece con la misma postura, junto a la mesa. Sin embargo, cuando habla, su voz parece resonar por todas partes, como si rebotase proyectándose por toda la estancia.
—¿Cree que me importa lo que le pase, cree que me importa su dolor? Ya sabe lo que necesito. A estas alturas, ya se lo habrá imaginado.
—¿Es que no lo entiende? ¡No puedo obedecerle! Si lo hago, ¿qué será del mundo? Todo se desmoronará y ya nada será igual.
La figura suelta una risita sofocada.
—Es posible, sin embargo, ya no depende de mí. Hice todo lo que estaba en mi mano para convencerle. Mi tiempo aquí se ha acabado, aunque lamento tener que decirle que ese no es su caso.
Sin dejar de permanecer en su lugar, recoge la picana eléctrica de la mesa y la levanta sopesando su solidez. Luego, le acerca el extremo de la picaña a los testículos.
—¡No espere! ¡Espere se lo ruego!
—No queda más tiempo.
La electricidad recorre su cuerpo de un extremo a otro, sus músculos se tensan como la cuerda de un piano, con cada sacudida golpea con fuerza la cabeza contra la cabecera del sillón de dentista.
Una vez, y otra, y otra.
Pero nada consigue alejar el sufrimiento.