76
La mañana estaba siendo una locura, desde que los funcionarios del Cuerpo Nacional de Policía habían decidido iniciar los primeros paros para protestar por los despidos, un nutrido grupo de manifestantes se aglomeraban a las puertas del Complejo Policial de Canillas intentado hacer el mayor ruido posible con la ayuda de cacerolas, megáfonos, bocinas y la pura fuerza de sus pulmones. La planta en donde se ubicaba la IRGC era el reflejo de un lugar desolado. En total se habrían presentado a su puesto de trabajo no más de una cincuentena de personas en toda la planta y el resto se encontraba en el exterior del edificio portando pancartas y vociferando consignas contra la presidenta de la Comunidad de Madrid y el comisario jefe.
El subinspector Olcina estaba terminando el papeleo atrasado y le costaba concentrarse. En aquellos momentos, el subinspector no estaba para huelgas, ni para manifestaciones. Desde su última cita con Neme no había vuelto a verla, ni le había llamado para ver cómo se encontraba. Así que Olcina estaba irritado. No irritado por el tiempo sin saber de ella, sino por el hecho de que no podía dejar de pensar en la mulata. Como una adicción. Cerró los ojos con fuerza y contó hasta diez para que se le pasase la rabia.
¿Dónde se había metido Neme? ¿Y qué mierda había sido eso que le sucedió en el restaurante? Había sido una tontería por su parte pensar que podría confiar en la mulata, que podría hablarla sobre su trabajo y no sufrir las consecuencias por ello. La sordidez del mundo en el que vivía durante su jornada laboral no era plato para ser compartido, sino para ser engullido en solitario y sufrir la indigestión sin volver a pensar en ello jamás. La miseria humana que contemplaba a diario, semejante sufrimiento, era suya y de nadie más. Había sido un estúpido en desear que pudiera ser de otra forma. Ahora lo sabía.
Raúl Olcina escuchó una voz masculina amplificada por un megáfono. La voz llegaba desde el aparcamiento, atravesando las paredes como si fueran de papel. Frunció el ceño, no estaba seguro si aquella era la manera de proceder de un miembro de las fuerzas del orden. Ellos estaban ahí para proteger y ayudar a los ciudadanos, habían jurado hacerlo, y dejando a media ciudad sin efectivos policiales no iban a poder cumplir ese juramento. No es que no apoyase los paros, pero el mayor problema radicaba en el hecho de que esa misma tarde se había convocado también una segunda manifestación contra el programa nuclear iraní y eso significaba problemas con los grupos antisistemas y pocos efectivos policiales para contenerlos.
Por unos instantes, pensó en Paniagua y en lo que debería estar pasando por su cabeza. El inspector prácticamente le había enseñado todo lo que sabía sobre cómo ser un buen policía. Aunque le costaba dejar atrás sus continuos menosprecios como profesional, le quería como a un padre, y al final había aprendido a respetar lo que era capaz de hacer como investigador.
Sacudió la cabeza, no quería pensar en el inspector. Se preguntó si debería salir a buscar a Neme, no respondía a sus llamadas y no sabía dónde se había podido meter. Siempre le había parecido extraño que su número de teléfono apareciese como oculto cuando ella le llamaba para quedar. En cualquier caso, si reunía la motivación necesaria quizás se acercase al gimnasio donde solía ir a practicar salsa, quizás hablase un poco con ella y le preguntase por la razón por la que no había dado señales de vida desde el pasado viernes. Si acababa pronto el papeleo, podría llevarla a cenar a algún sitio bonito y pasar un rato agradable.
La cena.
Olcina todavía se preguntaba qué demonios le había sucedido durante la cena del otro día. No sabía cómo explicarlo, pero tenía la sensación de que había estado en el restaurante y luego, durante un rato, había dejado de estarlo. Era como si hubiese despertado de un sueño muy profundo, un sueño que le había asaltado de repente en la misma mesa y luego había desaparecido tan inesperadamente como apareció. Por supuesto era consciente de que aquello no tenía mucho sentido y posiblemente lo que le había sucedido tendría más que ver con el cansancio que arrastraba que con cualquier otra dramática razón que pudiese imaginar.
Sin embargo, no podía negar que había visto reflejada la preocupación en la mirada de Neme… preocupación y algo más. Algo que era incapaz de definir. Se preguntó si aquellas dudas eran deformación profesional o algo parecido, si por culpa de su trabajo se había convertido en un ser suspicaz que sospechaba de todo y de todos. Se sentía como si su profesión le hubiese manchado de alguna manera; una mancha que siempre estuviese ahí, contaminando todo lo que tocaba. Estaba convencido de que eso era lo que le pasaba, finalmente había establecido algún tipo de conexión sentimental con Neme y su suspicacia terminaría de joderlo todo.
Lanzó un juramento por lo bajo.
En ese momento estaba aporreando con vehemencia el teclado de su ordenador de sobremesa. El galimatías que había escrito en el informe resultaba indescifrable. ¿Qué coño le estaba pasando? ¿Por qué no podía quitarse de la cabeza a la mulata ni tan siquiera por unos minutos? Respiró hondo para reponerse y trató de escribir la siguiente palabra con la mayor suavidad posible.
—Disculpe. —Dijo una voz sobre su cabeza.
Raúl Olcina levantó la vista de su escritorio y observó a la pareja de hispanos que estaba plantada delante de su mesa. Ambos tenían el pelo blanco, aunque la mujer trataba de ocultarlo bajo un tinte de tonos rojizos.
—¿Qué puedo hacer por ustedes? —Preguntó.
—Buscamos a una persona. Hemos estado en su apartamento pero no había nadie y ninguno de sus vecinos la ha visto desde el viernes por la noche. —Contestó el hombre a la vez que sacaba una fotografía del bolsillo delantero de su gruesa camisa de algodón decorada con brillantes colores—. En el mostrador de información nos dijeron que quizás usted pudiera ayudarnos.
Y cuando Olcina le echó un buen vistazo al rostro de la fotografía, se le cayó el alma a los pies.