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Al despertar, Golshiri no se sentía descansado y le dolían las articulaciones. La mano izquierda le temblaba sin cesar, y derramó el agua caliente mientras intentaba prepararse un té. Le había dicho al general Al-Azzam que tenía un plan y no había mentido pero tampoco había sido del todo honesto porque, para ser justos, Sadeq Golshiri no tenía muchas esperanzas de que sobreviviese a su plan. Era una cuestión de pura lógica que tenía mucho que ver con el orden cronológico en el que se habían sucedido los acontecimientos en los anteriores asesinatos. Tanto los de Teherán como los que se habían producido en Madrid.
Se sentó en una banqueta alta de la cocina con la mirada perdida. La ira que había sentido hacia el embajador Lakhani y su sugerencia de que se utilizase a sí mismo como cebo se había desvanecido dejándole en un estado de aceptación, que sin embargo no le servía de gran ayuda para anular el nerviosismo que le atenazaba. Sorbió un poco de té con aire vacilante y, a continuación, se encendió un cigarrillo Bahman. Aquel era un vicio que no se permitía muy a menudo y muy pocos de sus allegados sabían que lo tenía. Siempre le había parecido ridículo el nombre, bahman era el mes del calendario iraní en el que se había producido la Revolución y la Compañía de Tabaco iraní tenía por costumbre utilizar meses del calendario para bautizar a sus marcas.
Sadeq Golshiri llevaba el pelo alisado, echado hacia atrás, no se había preocupado esa mañana de engominarlo como era su costumbre y se le veían las entradas. Se metió la mano en el interior de la chaqueta y extrajo su pistola PC-9 IRGC, de fabricación nacional. Entonces inició la inspección del apartamento, una vez más. Se trataba de la tercera vez que lo hacía aquella mañana pero, si sus cálculos eran correctos, el asesino haría su jugada esa misma mañana. Y Sadeq Golshiri esperaba estar preparado.
La muerte de la doctora Farhadi había sido una sorpresa solo hasta cierto punto. Aunque era cierto que sus hombres habían hecho todo lo posible por evitarlo, no era menos cierto que no habían tenido posibilidad alguna. Sin embargo, para Golshiri había significado la información que necesitaba para estudiar al asesino, sus métodos, y comprender horrorizado cómo había conseguido salirse con la suya. Una vez que hubo comprendido esto, había sido muy sencillo saber cómo iba a obrar a continuación y qué tipo de trampa le tendería para atraparle llegada la ocasión.
Cuando concluyó la inspección del moderno apartamento, se asomó a la puerta y saludó con un seco movimiento de cabeza a los dos soldados vestidos de paisano que custodiaban la entrada. Ambos habían sido adiestrados por el IRGC en labores de protección de personalidades y eran más que capaces de mantenerle libre de todo peligro por sí solos. Estaba a salvo, no le cabía ninguna duda, había trazado un plan infalible. Aun así, el frío tacto de la PC-9 le producía cierto confortamiento que no estaba dispuesto a ignorar.
Por otro lado, los dos guardias apostados en la puerta no eran su única línea de defensa; de hecho, estaban ahí para disuadir al asesino a que utilizase la puerta de la entrada y se encaminase a la de servicio. Golshiri había apostado a media docena de guardias revolucionarios armados con subfusiles MPT-9, letales réplicas del popular MP-5 de Heckler & Koch. El coronel había hecho que los apostados en la puerta de servicio accediesen a la Torre Espacio en horarios diferentes y vestidos como anodinos hombres de negocios. No había forma humana de que el asesino pudiese saber que se encontraban allí. La trampa era perfecta.
Regresó a la cocina y encendió un segundo cigarrillo. La acritud del humo del cigarrillo le hizo lagrimar por unos instantes. Retrocedió hasta la puerta que comunicaba la cocina con el resto del pasillo y se apoyó en el marco.
Al final de pasillo podía distinguir las formas agazapadas de los guardias revolucionarios, esperando. Parecían sacados de una mala película de espías, con sus oscuros trajes de negocios tensados bajo la presión de sus músculos, amenazando con romperse por las costuras en cualquier momento. Uno de ellos se giró y le hizo una indicación con la mano de que todo estaba bajo control.
Y, sin embargo, el coronel Golshiri estaba inquieto. Le dio una larga calada a su cigarrillo, mientras trataba de identificar la causa de su inquietud. Lo había repasado todo concienzudamente, había valorado cada posibilidad, inspeccionado cada centímetro de aquel apartamento, sencillamente no existía posibilidad alguna de que algo pudiera salir mal.
Sadeq Golshiri no era un hombre que estuviese acostumbrado a sentir miedo. Normalmente era él quien solía infligir miedo en los demás y rara vez sentía ese tipo de inquietud. Pero esa mañana no había dejado de temblar como un flan desde que se había levantado. En medio de aquella moderna cocina, amueblada con el gusto propio del decorador de interiores que sabe que el dinero no es un impedimento, el coronel Golshiri se sentía atemorizado. Suponía que el hecho de convertirse en el cebo de un asesino despiadado podía ejercer esa influencia sobre uno. Aun así percibía que había algo que se le escapaba, la presencia de una variable que no había conseguido prever.
Pero no, aquello no era posible. Sacudió la cabeza para alejar esos pensamientos confusos de su cabeza y entonces lo vio. Un levísimo rastro de condensación del aliento de alguien en el cristal de la mesa auxiliar del salón. ¡No, un momento! ¿Cómo era posible?
¡El asesino había estado allí!
El coronel Golshiri abrió los ojos de par en par cuando los mecanismos de su cerebro terminaron de disparar las últimas sinapsis y cayó en la cuenta de que el asesino había conseguido burlarlo. Soltó un juramento. ¡Debería haber sido más cuidadoso! Salió como una flecha de la cocina, empuñando su pistola con mano no tan firme como hubiese deseado, y se dirigió raudo hacia la puerta de entrada.
—¡Atentos todos! —Gruñó entre dientes—. Está aquí. El asesino se encuentra entre nosotros. ¡Encontradlo y matadlo!
Los guardias revolucionarios que custodiaban la puerta de servicio se movieron todos como movidos por un resorte, al unísono, y comenzaron a registrar las habitaciones del apartamento una por una.
Sadeq abrió el pesado paño de madera de la entrada y descubrió en el suelo los cuerpos inertes de los dos guardias apostados allí. El asesino no se había tragado el señuelo, de algún modo, había conseguido reducirlos y acceder en silencio al apartamento.
El coronel Golshiri se quedó inmóvil como una estatua. Su cerebro funcionaba a toda pastilla atando cabos y, de repente, todas las alarmas se dispararon al mismo tiempo en su interior. Incapaz de detener el leve temblor en su mano, se dio la vuelta muy despacio.
Allí estaba.
Sobre la mesa auxiliar del salón, donde antes había percibido un atisbo de condensación, reposaba el envase de plástico transparente y su macabro contenido.
Aguardándole.
Alzó su mano izquierda y la elevó a la altura de sus ojos, observándola con atención como si nunca la hubiese visto antes o como si algún cirujano loco le hubiese trasplantado la mano de otro durante la noche.
Y, por primera vez en su vida, reconoció que estaba bien jodido.