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El día después de la detención del profesor Farid Al-Azif fue una verdadera locura en cuanto a los medios de comunicación se refiere. Mucho más incluso que el revuelo que se había montado tras la detención de El Ángel Exterminador. El inspector Paniagua se había acercado a la central por la mañana para encontrarse las inmediaciones del complejo policial de Canillas tomado al asalto por una cola de vehículos con los logotipos de todas las cadenas de radio y televisión que conocía e incluso algunas de las que nunca había oído hablar.

El inspector comenzó a maldecir por lo bajo cuando los primeros operarios con sus cámaras al hombro se cerraron sobre el taxi en el que viajaba esperando sacarle una buena instantánea a quien fuera que iba dentro. Algunos focos de las cámaras de televisión le cegaron momentáneamente contribuyendo a generar una nueva oleada de insultos y maldiciones.

—¡Joder, ni que fuera usted Madonna, amigo! —Espetó el conductor sonriendo mientras hacía pasar el volumen de su Skoda Octavia a través del océano de cuerpos.

—Cierre el pico y acérqueme todo lo que pueda a la garita de la entrada. —Contestó malhumorado.

Cuando por fin pudo acceder al interior del complejo, el inspector jefe Beltrán le esperaba en la sala de conferencias junto a una comitiva del departamento de comunicación del IRGC. Los rostros de los presentes estaban tensos, salvo el del inspector jefe que esbozaba una mueca en sus labios apretados que no le hizo mucha gracia al inspector. Entre las personas congregadas, Paniagua reconoció al embajador Lakhani y pensó que aquello no pintaba nada bueno.

—¡Dios santo! Espero que tenga algún hombre ahí fuera controlando la situación, parecen una jauría de perros.

El Jefe Beltrán ignoró su comentario con un ademán de la mano.

—Olvídese de eso ahora, inspector. Hemos convocado una conferencia de prensa para dar la noticia de la captura del profesor Al-Azif y usted será el portavoz designado. —Arturo Paniagua dejó escapar un débil gemido. Odiaba interactuar con los medios porque pensaba que estos siempre estaban a la búsqueda de sangre con la que llenar sus titulares.

—El problema, inspector, es que existen ciertos inconvenientes diplomáticos sobre el profesor que no podemos permitir que se interpongan con la buena relación que mantienen los gobiernos de nuestros países. —Había sido el embajador quien había tomado la iniciativa y hablaba con su aire empalagoso de siempre, muy alejada de los gimoteos que Paniagua le había escuchado cuando el profesor Al-Azif le tenía arrodillado y con una pistola apuntando a su cabeza—. De hecho, la República Islámica de Irán ya ha iniciado los trámites para solicitar la extradición del profesor para que sea juzgado en suelo iraní.

El inspector le fulminó con la mirada.

—No puedo creer lo que estoy oyendo. ¡Acabamos de detener al asesino y ya quieren llevárselo! Le recuerdo que nosotros le capturamos y nosotros salvamos su vida, embajador. —Se defendió.

—Inspector, por favor, no se trata de eso. —Dijo uno de los consultores de comunicación, alzando las manos de manera conciliadora—. Sin duda, la detención del profesor Al-Azif ha sido un éxito incuestionable de la IRGC pero tenemos que protegernos de los aspectos diplomáticos y políticos del caso. El profesor es un ciudadano iraní de visita en nuestro país y todas sus víctimas son también ciudadanos iraníes… Parece adecuado que sean ellos quienes le lleven ante la justicia.

El inspector le ignoró y se dirigió al Jefe Beltrán.

—¡No pueden obligarnos! Es nuestro caso y nosotros le detuvimos. —Rugió colérico, como si llevara toda la vida enfadado y lo soltase todo de repente. Se levantó de su asiento y de un empujón mandó la silla giratoria hasta chocar con la pared que quedaba a su espalda. Tenía ambas manos posadas sobre la superficie pulida de la mesa de conferencias y el rostro arrebolado por el enojo.

—Piense lo que quiera, inspector, pero ese tema es innegociable. Además está muy por encima de sus responsabilidades. —Respondió el inspector jefe en todo áspero, mientras intercambiaba miradas con el embajador Lakhani. Paniagua creyó percibir un cierto aura de frustración en el rostro del Jefe Beltrán.

Y, de repente, guardó silencio. Acababa de darse cuenta exactamente de lo que estaba sucediendo en aquella sala de reuniones y no tenía nada que ver con la nacionalidad del profesor o la de sus víctimas. Tenía que haberlo sabido desde el principio, se reprochó. Los políticos como Rafael Beltrán siempre eran así: mentían con buenas palabras; parecían preocuparse pero, en realidad, solo les importaba ellos mismos y sus carreras. Pensándolo bien no eran muy distintos del resto de la gente. Quiso encender un cigarrillo pero se contuvo.

—Ni se les ocurra pensar que voy a plantarme ante los periodistas para difundir mentiras o medias verdades. —Declaró, irritado.

—Bueno, no pensé que tendría que llegar a este punto pero su actitud no deja otra salida. —Apuntó su superior—. Creo que no sería malo recordarle el otro asunto…

—¿Qué otro asunto?

—La muerte de Samuel Zafra. Mucho me temo que no podremos evitar que le apunten como el responsable y quieran saber por qué fue asesinado un sospechoso que se encontraba bajo su custodia.

—No puedo creerlo… —Masculló Paniagua, sin poder reprimir su creciente suspicacia ante aquella farsa que se estaba montando en torno a él.

—Se lo advertí, inspector. Debería haberle dejado el caso del ecuatoriano a la Brigada Central de Homicidios.

Así que de eso se trata, ha llegado la hora de pasarme factura, pensó el inspector. El Jefe Beltrán estaba aprovechándose de todo el maldito asunto para ajustarle las cuentas por haber insistido en relacionar el caso de Oswaldo Torres con el de El Ángel Exterminador y por haber manchado, de alguna manera, su historial profesional permitiendo que matasen al asesino. Y, lo que resultaba todavía mucho peor, le estaba castigando a él porque estaba a punto de perder la popularidad que le hubiese proporcionado el juicio contra el profesor Al-Azif. Indignado, el inspector Paniagua, se alzó sobre las palmas de las manos dispuesto a decirle a su superior lo que pensaba, cuando el consultor de comunicación volvió a levantar el brazo para hablar, con gesto conciliador.

—No se preocupe, inspector. Nosotros le ayudaremos a responder lo correcto y a evitar las preguntas incómodas. Además, podemos usar la segunda investigación para desviar la atención sobre los temas más peliagudos concernientes al profesor Al-Azif. —Hizo una pausa para permitir que sus palabras calasen en el inspector—. Precisamente, con esa finalidad, pensamos que lo mejor sería informarles de que se encuentra tras la pista de una sospechosa relacionada con la investigación de El Ángel Exterminador.

—¿Cómo dice? —Balbució, Arturo Paniagua, atónito.

—Es una situación compleja, lo sabemos. —El inspector hizo una mueca y observó al consultor como si fuese un alienígena que hubiese aparecido allí mismo—. Pero creemos que sería muy beneficioso para todos involucrar a los medios lo antes posible en la búsqueda de esa mujer. Darles un poco de carnaza, si lo prefiere. Después de todo, usted dispone de un retrato robot que poder mostrarles, ¿no es así?

Paniagua asintió a regañadientes.

—Úselo, muéstreselo a la prensa y pídales ayuda para que lo divulguen y le ayuden a capturar a la responsable de la muerte del agente Samuel Zafra.

—Pero, no hay evidencia que apoye tal cosa. —Exclamó el inspector, indignado—. No se puede afirmar algo que no está aún comprobado que sea cierto.

Se volvió hacia el inspector jefe. Podía entender a los consultores de comunicación diciendo cualquier cosa con tal de esquivar una crisis de relaciones públicas que manchase al Cuerpo Nacional de Policía, pero era incapaz de entender cómo el Jefe Beltrán aceptaba una cosa así. Después de todo, él también era policía.

Sin inmutarse, el consultor continuó:

—Inspector, se trata de una situación beneficiosa para todas las partes. Si les hace partícipes de la captura de una sospechosa dejarán de buscar culpables por la negligencia y se olvidarán pronto del profesor Al-Azif. ¿Comprende lo que le digo?

El inspector paseó la mirada por la sala. Estaba furibundo. Le habían tendido una trampa perfecta y estaban todos de acuerdo en echarle a los lobos de la prensa como si fuera un maldito novato al que pudieran manipular a su antojo.

—¿Negligencia? ¡Yo no he cometido ninguna negligencia, mamarracho! —Replicó furioso.

—Ah, pero ahí se equivoca. —Respondió el consultor sin inmutarse, parecía evidente que le habían llamado cosas peores—. Es problema suyo en cuanto a que usted detuvo al agente Samuel Zafra y era responsable de su custodia. Le aseguro que así lo verán nuestros amigos de ahí fuera.

—Inspector Paniagua, —intercedió el Jefe Beltrán—, esta conferencia ha recibido el visto bueno de todo el mundo, incluso de la alcaldesa, quien no quiere que se siga vinculando a la ciudad con la presencia de un asesino en libertad.

—¡Vaya un montón de mierda! Me importa un pimiento lo que opinen todos esos gerifaltes. —Exclamó irritado, expresando su disgusto—. Todo esto no es más que un montón de mierda y no puedo creer que se haya dejado convencer por toda esa basura de relaciones públicas. Si les digo a los de la prensa que estamos detrás de una sospechosa eso podría alertarla y joder su captura.

El inspector jefe se levantó de su asiento, tenía el rostro encendido, visiblemente enojado por la rebeldía de su subordinado.

—¡Basta del tema! Lo que haremos antes que nada es redactar una nota de prensa… —Se dirigió al consultor de comunicación y luego, al inspector—: Haga lo que se le dice y capture a esa mujer cuanto antes. Es lo que más le conviene en estos momentos.

Y, en compañía del embajador Lakhani y su séquito de lameculos, abandonó la sala sin decir nada más y dejando al inspector cociéndose en sus propios jugos. Paniagua exhaló un suspiro y notó cómo empezaba a dolerle la cabeza. Entonces, escuchó un deslizar de pies a su espalda, se volvió en la silla giratoria y saludó a Raúl Olcina que acababa de entrar por la puerta.

—Hola jefe, ¿a qué viene la mala cara?

A los ojos del subinspector, Paniagua parecía que se había comido algo en mal estado y con un tono tranquilo y duro que habría aterrorizado a cualquiera que trabajase para él, ordenó bruscamente:

—Cierre la puerta.

Raúl Olcina le obedeció sin pestañear y sin dejarse intimidar, conocía demasiado bien a su superior como para saber cuándo estaba realmente cabreado y cuándo era simplemente él.

—El Jefe Beltrán quiere usar el caso de El Ángel Exterminador para desviar la atención sobre los problemas diplomáticos que han surgido en torno a la detención del profesor Farid Al-Azif. —Bramó el inspector, en cuanto se hubo sentado—. ¡Maldita sea, no puedo soportar la estupidez de ese hombre!

—¿A qué problemas diplomáticos se refieren? —Preguntó Olcina, ignorando el exabrupto.

—El gobierno iraní ya ha solicitado la extradición del profesor para juzgarle en uno de sus tribunales.

Olcina le miró.

—Dirá usted mejor para ejecutarle y callarle la boca.

—No creo que quieran ejecutarle, Olcina. Imagino que volverá a la prisión de Avin y a las torturas hasta que decida colaborar con el VEVAK y entregarles su tecnología. —Arguyó funestamente.

—Entonces, ¿cómo quieren desviar la atención de los medios? —Quiso saber Olcina.

—Quieren que muestre el retrato robot y pida a los chupatintas que la divulguen y soliciten la ayuda ciudadana para localizarla.

—¿Pero eso no pondría en alerta también a Neme? —Advirtió el subinspector. El inspector le dedicó una mirada cargada de sorna—. Bueno, ¿y ahora qué hacemos?

—Lo más lógico es seguir con el plan. —Sugirió el inspector—. Y rezar para que Neme no vea ningún telediario antes de encontrarse con usted en la academia o de lo contrario se esfumará y nunca más sabremos de ella.

Raúl Olcina asintió con la cabeza, en silencio. Quizás le hubiese gustado decirle a su jefe que, en lo que a él atañía, no veía ningún problema a eso de que Neme no apareciese por la academia de baile y se esfumase en la noche como en una mala película de gánsteres. Pero se lo calló. Tampoco le dijo que su cabeza parecía una jaula de grillos zumbándole todos a una. El dolor le había regresado justo después de hablar con Neme por teléfono y no le había dado ni un solo respiro desde entonces. ¡Mierda! Le aterraba la idea de tener que enfrentarse a ella, cara a cara, de preguntarle directamente si era una asesina. O quizás lo que más le aterraba era la respuesta que podía recibir. ¿Y si reconocía que había sido cómplice de El Ángel Exterminador, que era responsable de su muerte? ¿Entonces, qué?

—Preguntas y más preguntas. Eso es lo único que nos espera… —Le dijo Paniagua, levantándose de su silla. El subinspector dio un respingo, sobresaltado, saliendo de su ensimismamiento.

—¿Cómo dice? —Preguntó.

Irritado, el inspector le taladró con una expresión severa.

—¿Está aquí conmigo o ya está pensando en su novia? —Espetó—. Vamos, se supone que tengo que contestar a las preguntas de esos buitres de la prensa y todavía no sé qué voy a decir.

Olcina trató de responder y buscó las palabras, pero no encontró ninguna. Estaba visiblemente afectado por algo y el inspector no podía permitirse que su mente no estuviera al ciento por ciento en el juego. Lo agarró del brazo.

—¡Espabile, Olcina, por el amor de Dios!

Al mediodía, Paniagua y Olcina se abrían paso entre un par de decenas de periodistas que abarrotaban la sala de prensa habilitada en uno de los edificios del complejo policial. Evitaban los micrófonos y las cámaras que les enfocaban mientras caminaban hacia el estrado donde se suponía que iba a situarse el inspector para hablar. A su alrededor volaban las preguntas y las insinuaciones en un guirigay enloquecedor.

—Ahora ya sabemos qué siente un condenado en el cadalso. —Comentó el inspector en un susurro. Mientras, a regañadientes, ocupaba su lugar en la sala rebosante de tensión y de actividad.

A la derecha de Paniagua se mostraba en un póster de lona de IRGC fotográfico el retrato robot de la mujer sobreimpresionado debajo de un número de teléfono para facilitar la ayuda ciudadana. El inspector se sentía como un entrenador de fútbol cuyo equipo hubiese perdido calamitosamente la final más importante del año y se encontrase a punto de ser devorado por los plumillas de la prensa deportiva.

—Quédese aquí, fuera del tiro de las cámaras. —Advirtió a Olcina y dio un paso adelante. El calor de los focos y el espanto de encontrarse ahí de pie le asaltaron casi al mismo tiempo.

—¡Maldita sea! —Masculló entre dientes y miró de frente a las cámaras.

Al final, todo transcurrió como se esperaba. La prensa se lo había comido, se había comportado como un torpe viejo gruñón y seguramente en ese momento era el hazmerreír de todas las tertulias vespertinas televisivas y de radio. Pero no importaba. Durante toda la tortura, el inspector Paniagua tenía en la cabeza otra cosa. Había mantenido la mirada fija en el vacío, por encima de las cabezas de los chupatintas, y había respondido a todas y cada una de sus preguntas mientras el sudor le perlaba la frente y le resbalaba por las axilas. Pero él pensaba únicamente en la misma cosa: detener a la mujer costase lo que costase. Y, muy a su pesar, parecía que la única opción sólida que poseía era el subinspector Raúl Olcina.

Sentados en la oficina del inspector, ambos hombres permanecían sin decir palabra. No tenían nada que decirse el uno al otro. Sabían lo que tenían que hacer y lo harían. Aunque el nerviosismo ya se había instalado de nuevo en el rostro del subinspector como un reflejo condicionado. Se estaba acercando la hora de su reunión con Neme y, finalmente, iban a salir de dudas respecto a su implicación con El Ángel Exterminador.

Pero antes, Paniagua descolgó el teléfono de su base y llamó a Martin Cordero.

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