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Samuel Zafra estaba tumbado en su cama de la UVI rodeado de tubos y aparatos que emitían ligeros sonidos electrónicos de una manera intermitente. Sedado como estaba ya no escuchaba los susurros de la mujer en su cabeza y esta había dejado de ser una distracción. Por fin experimentaba algo de paz en su vida y, a pesar del dolor que sentía por sus heridas, había dormido de un tirón. Casi no recordaba desde cuando había podido ser capaz de dormir una noche entera.

La mujer le había hablado de los hombres a los que asesinó y del motivo por el cual ella le había ordenado hacerlo. Eran hombres malvados, con el alma negra rebosante de pecado y de injusticia. Como él había sido, ahora lo entendía. Una vez que había dejado de oír los susurros dentro de su cabeza había sido capaz de comprender por qué la voz le había escogido para hacer ese trabajo. Su alma era tan oscura como la de los hombres a los que mataba. Los impíos. Y él también tendría que ser castigado por sus pecados. Después de entender eso, había dejado de tener miedo a la mujer. Pero antes de que le llegase su hora tenía que hacer algo para limpiar su alma, no quería morir inmerso en un resplandor negro como la brea.

Samuel se disponía a usar el botón de llamada para pedir a una enfermera que le permitiese llamar al inspector Paniagua cuando, de repente, sonó una alarma en alguna parte del hospital y le sobresaltó. Ni siquiera se detuvo a pensar en lo que estaba haciendo o en que, muy probablemente, la alarma se hubiera disparado por error o porque algún idiota habría abierto una puerta de emergencia para echarse un cigarrillo con el que combatir el aburrimiento. Se irguió sobre un codo y comenzó a arrancarse los tubos que tenía conectados a su cuerpo. A continuación, se deslizó por el lateral de la cama y comenzó a tironear de la barra lateral a la que estaban sujetas las esposas. Con el esfuerzo, la herida del pecho se le abrió y un reguero de sangre resbaló entre sus pectorales y su estómago, manchando de rojo la cinturilla del pijama.

La alarma seguía sonando con estridencia en el interior del edificio y ya se escuchaban las primeras carreras frenéticas por los pasillos. Un deslizar de pies y ruedas de camillas que se confundía con las voces somnolientas de pacientes arrancados bruscamente de sus sueños y pesadillas.

Uno de los monitores a los que estaba conectado comenzó a pitar insistentemente pero Samuel lo ignoró. De momento, tenía asuntos más apremiantes que atender porque empezaba a estar seguro de que detrás de toda la algarabía, de toda la confusión, se encontraba la mano de la mujer o quizás de alguno de sus peleles a quien hubiese convencido para hacer saltar la alarma.

Samuel sabía que ella había venido a buscarle pero aún no estaba preparado, necesitaba más tiempo y se resistía a pagar por sus pecados sin haber tenido tiempo, al menos, de limpiar su alma. La mujer se equivocaba, él no era uno de los impíos. ¿Se había desviado de la senda de los justos? Sí, pero eso tenía remedio. Todavía se encontraba a tiempo, Si tan solo pudiese desembarazarse de las putas esposas.

Un minuto después de que el monitor de vigilancia se disparase y emitiese su pitido, uno de los enfermeros de guardia emergió por la puerta de la unidad. Tenía el rostro pálido por la urgencia y rastros de sueño se reflejaban aún en sus ojos.

—¿Qué está haciendo? No puede quitarse las sondas. —Le gritó a Samuel, al mismo tiempo que le agarraba de los hombros y le empujaba de vuelta a la cama—. ¡Fíjese, se ha abierto la herida!

Samuel no dijo palabra, alzó el brazo libre y le golpeó con fuerza en el lateral de la sien. El enfermero se desplomó en el acto, como un fardo, y agachándose junto a él, le pasó el brazo por debajo de la barbilla y comenzó a apretar hasta que el hombre dejó de moverse. Rápidamente, le hurgó en los bolsillos de la bata hasta que encontró un bolígrafo en su interior y utilizó el clip para abrir el cerrojo de las esposas. Le arrancó la verdosa bata de un tirón y se la echó por encima de los hombros haciendo caso omiso a la sangre que manaba de la herida. Cuando abrió la puerta de la UVI seguía vagamente concentrado en la alarma, pensando que debía dirigirse en dirección contraria a la fuente del insistente aullido.

La voz de la mujer retumbó en su cabeza como un aullido. Un estallido de furia y odio que le hizo encogerse sobre el frío suelo del corredor y tratase de gatear de regreso a la sala de vigilancia intensiva.

—Hola Samuel, ¿a dónde se supone que vas?

Antes de que pudiera responder, detectó un movimiento a su espalda, y la punta de un bisturí se posó sobre su garganta. Samuel levantó la vista y vio el rostro de ella erguido sobre él. Pero no se parecía en nada a la mujer que él recordaba, su cara estaba contorsionada por la ira, tenía los ojos encendidos con un fulgor rojizo, infernal, y el pelo se le ondulaba con movimiento propio como si cientos de serpientes se enroscasen y desenroscasen en su cabeza.

—¿Pensabas que podrías escapar de mí?

La mujer habló con una alegre carcajada, pero Samuel apenas si entendió lo que decía pues tenía la cabeza reverberando de ruido. Los susurros implacables de aquella mujer infernal que retumbaban como gritos en su interior.

—Es una lástima, Samuel. —Prosiguió, ella—. Toda esa ira, todo ese odio… Vivir con todo eso en la cabeza debió ser muy duro. Yo te enseñé cómo canalizarlos, te di un propósito en la vida. Cobrar las deudas de los impíos. Los impuros de alma. Y, ¿cómo me lo pagaste?

La mujer hizo una pausa que heló la sangre en las venas de Samuel, porque junto al silencio de su voz regresaron los susurros en su cabeza, sibilantes, llenando la UVI como un pandemonio de insectos bullendo de estruendoso júbilo en el interior de una colmena. Samuel apretó las mandíbulas con tanta fuerza que le chirriaron los dientes y notó cómo se le descascarillaban.

—Ten piedad, por favor. —Suplicó—. Acaba con este sufrimiento, no me atormentes más.

La mujer se levantó y le mostró el lado magullado de su cara bajo la fría luz de los fluorescentes, recorriéndolo con el bisturí.

—¿Piedad? —Repitió—. Es demasiado tarde para eso.

Y Samuel Zafra, el asesino conocido como El Ángel Exterminador, sintió el filo del pequeño cuchillo quirúrgico hendir la carne de su cuello. Por un instante, la habitación se quedó inmóvil. En las camas, los enfermos dejaron de moverse aterrados, incluso de respirar y lo que antes había sido una brillante luz fría que inundaba toda la estancia era ahora una densa oscuridad que parecía adquirir una forma y sustancia concretas.

Entonces, con ojos dilatados por el terror más absoluto, finalmente comprendió. Una lágrima ardiente se deslizó por su rostro hasta quedarse prendida en el borde de su barbilla. Intentó reunir todas las fuerzas que le quedaban y quiso hablar pero de su boca tan solo brotaron burbujas sanguinolentas. Por la fea y terrible brecha que abría su cuello, se le escapaban los fluidos vitales que sostenían la vida y, por encima del dolor, sintió un terror paralizante que se adueñó de su alma y que le acompañaría durante todo su descenso a los infiernos, junto con el indescriptible instante de lucidez que acababa de experimentar.

La voz en su cabeza, los susurros, eran reales.

¡La mujer era real!

Y nada de ello era del todo humano.

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