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— Le digo inspector que es imposible que el asesino sea uno de los nuestros. —Insistía Raúl Olcina, de regreso a la central—. ¿Cuándo fue la última vez que vio a un policía de uniforme caminar solo por ahí? ¿Dónde estaba su compañero?

Sacudía la cabeza de un lado a otro de puro descreimiento, estaba convencido de que el maldito ecuatoriano les había mentido, aunque todavía no comprendía las razones que había tenido para ello. Quizás solo quería joderles un poco, jugar con sus mentes, darles por culo. Sin embargo, algo le decía que Walter Delgado no era precisamente un lumbreras y le costaba creer que hubiera intentado algo parecido.

—No lo sé, Olcina. Pero el chico estaba aterrado, pude verlo en sus ojos. —El inspector parecía recapacitar en voz alta—. Además, ¿por qué iba a mentir en algo así? No tiene ningún sentido. Tan solo tendría que haber dicho que fue uno de los Riazor Blues quien apuñaló a Oswaldo Torres y todos tan contentos.

Raúl Olcina se encogió de hombros, derrotado.

—Lo mismo no le caen bien los policías y quería cargarle el muerto a uno de los nuestros. ¿Qué más da? Le digo que es imposible que un policía haya matado a Oswaldo con esa navaja. ¿Por qué no usó su arma reglamentaria? Si se metió en medio de una pelea callejera pudo existir causa de fuerza mayor. ¡Estaría en su legítima defensa y nadie se lo cuestionaría jamás!

—A menos que no fuese armado en ese momento, o no quisiera incriminarse directamente. Una bala en el cuerpo de Oswaldo hubiese sido una prueba definitiva.

El subinspector hizo girar los ojos dentro de sus cuencas.

—¿Una prueba de qué? ¡Oswaldo estaba armado, joder! Pegarle un tiro hubiese sido más sencillo que arrebatarle su propia navaja, apuñalarle y luego perder el arma en la refriega. A otro perro con ese hueso, jefe. Nada de todo esto huele como debería.

—Olcina no seas zoquete, es evidente que algo pasó en el Puente de San Isidro que se nos escapa. Además, sigo pensando que el verdadero culpable es El Ángel Exterminador y que Walter Delgado era la víctima original.

Se detuvo unos instantes, pensativo. Golpeaba con el extremo de su bolígrafo la superficie de la mesa de su despacho en rápida sucesión.

—Sin embargo, en algo tiene toda la razón, Olcina, que el homicida sea un policía resultaría demasiado. —Continuó en el mismo tono meditabundo—. En todo esto hay una nota discordante, como meter una novena nota en una base de swing. Si aislamos esa novena nota tendremos una pieza perfecta y daremos con la solución.

La verdad es que Olcina no había comprendido enteramente esto último, no sabía demasiado de notas, ni de compases musicales, pero estaba de acuerdo con su jefe en que algo no encajaba. ¡El asesino de Oswaldo no podía ser un policía!

—¡Joder, esto es lo último que nos faltaba! Se lo digo yo, inspector, si ponemos un circo nos crecen los enanos.

—Bueno, Olcina, no nos pongamos tremendistas. —Le reprendió Paniagua—. Le diré lo que vamos a hacer, por el momento, mantengamos esta información entre nosotros y usted entérese de qué presencia policial había por el puente aquella noche. Tuvo que ser mucha, aunque los de la UIP dijeran que no andaban por allí. Quizás fuera una patrulla de apoyo, no lo sé. Pero, es un comienzo. —Arturo Paniagua había dejado de tamborilear sobre la mesa, la preocupación había hecho que apareciesen profundas arrugas alrededor de sus ojos y parecía unos años más viejo—. Pero sea discreto, por el amor de Dios, no queremos que nos estalle en las narices un escándalo de este calibre, ¿estamos?

—Bien jodidos es lo que estamos. —Rezongó Olcina—. Tiene que creerme inspector, la mayoría de las veces solo pido ser de ayuda, hacer mi trabajo y, con un poco de suerte, atrapar a los culpables. Pero una mierda como esta me supera.

—No pierda los estribos y todo saldrá bien. —Le animó el inspector—. Por el momento, nuestra única prioridad es encontrar a Walter Delgado y recuperar esa navaja antes de que ese misterioso policía lo haga por nosotros y acabe con el testigo y las pruebas. Y pregúntele, sin falta, al subinspector Espinosa por qué está tardando tanto en comprobar la información del número de teléfono que se usó para dar el aviso. Si establecemos que se hizo desde una tarjeta de prepago podemos dar por sentado que se trata de El Ángel Exterminador.

Raúl Olcina suspiró y dejó caer la mirada hacia la puntas de sus zapatos. Cuando levantó la cabeza, sus ojos tenían un brillo que Paniagua no había visto nunca en él. El brillo de la extenuación mental y, sobre todo, del estupor. El mismo estupor que sentía el propio inspector, la revelación del criollo complicaba mucho las cosas.

—Supongamos que se trata de un policía… ¿Por qué ir a por Oswaldo Torres o, para el caso, Walter Delgado? —Preguntó de repente Arturo Paniagua.

—¿A qué se refiere, jefe?

—¿Por qué los buscaba? ¿Por qué ese policía querría matarlos? Nos falta una pieza clave, nos falta el motivo. Incluso, aunque el asesino fuera El Ángel Exterminador, Walter es un pandillero de tres al cuarto y Oswaldo, un don nadie.

—Quizá se trate de un pago de cuentas de poca monta. —Paniagua extrajo su bloc de notas y comenzó a rebuscar algo entre sus páginas. Mientras Raúl Olcina continuaba elucubrando—. Algo pequeño, un intercambio de dinero entre los Latin King y el supuesto agente de policía. Alguien paga en metálico y alguien hace la vista gorda. Esto pasa muy a menudo. Oswaldo y Walter pudieron presenciarlo o, incluso, realizar el pago.

—Así que los quiso matar para que no lo divulgasen… —El inspector no estaba demasiado convencido con la teoría pero era más de lo que él mismo tenía.

—¿Y por qué no? —Insistió Olcina, alzando los hombros—. Una cosa así, de saberse, podría arruinar la carrera de cualquier agente y Walter Delgado, por ejemplo, no parece un tipo muy de fiar. Seguro que pensó que se iría de la lengua.

—No sé. Hay demasiadas lagunas, como por qué les acorraló delante de tantos testigos, todos esos forofos del Deportivo tuvieron que verle la cara. Seguramente podría haber buscado un momento mejor y un lugar más apropiado, ¿no le parece? ¿Y cómo supo dónde iban a estar Oswaldo y Walter aquella noche? ¿Cómo supo que irían al partido o que cruzarían el río por el paso elevado, Walter dijo que se les ocurrió de repente?

—Quizás exista un motivo personal. —Sugirió el subinspector—. Quizás el asesino conocía a uno de los dos y lo siguió hasta el estadio y luego por el puente, cuando les vio pelearse con los ultras, vio su oportunidad y la aprovechó.

—Tenemos que volver a hablar con la señorita Torres, de nuevo. Ver si puede darnos alguna pista sobre el misterioso policía. —Dijo Paniagua—. Es una lástima que hayamos perdido a Walter, ese muchacho es la clave de todo el asunto.

—Buena suerte con eso. —Masculló Olcina, mientras se pasaba la mano por el rostro para alejar las telarañas del cansancio—. Seguramente ya esté escondido en la guarida más profunda que haya podido encontrar, tan cagado de miedo que ni se dé cuenta de que a su lado está el puto Bugs Bunny comiendo zanahorias.

El inspector Paniagua le lanzó una mirada reprobatoria, a la que Olcina respondió encogiéndose de hombros, una vez más, y clavando la vista en la superficie laminada de la mesa. Siempre le había maravillado la pulcritud que mantenía su jefe en el despacho, ni un solo papel fuera de su sitio, ni una mota de polvo de antigüedad superior a un par de horas. El inspector guardaba una gamuza en el cajón, junto a su arma reglamentaria y el montón de cuadernos que usaba para tomar notas, que pasaba regularmente casi de manera compulsiva por el despacho. Incluso los archivadores estaban meticulosamente ordenados y cerrados bajo llave.

—Repasemos de nuevo lo que sabemos. —Dijo de pronto el inspector, interrumpiendo el silencio. Olcina asintió, dejándole continuar.

—Sabemos que Oswaldo Torres fue al partido de fútbol con unos amigos. Al finalizar el encuentro, se separó de ellos y se encontró con Walter Delgado.

Mientras hablaba, clavaba la mirada en la ventana de su despacho. En el exterior, la noche pugnaba por cernirse sobre la calle iluminada con farolas de vapor de sodio que desprendían una luz anaranjada, se había levantado un poco de viento racheado que sacudía las ramas de los árboles y levantaba remolinos de polvo y suciedad en la desierta acera.

—En el bar donde se encontraron, junto al estadio, Oswaldo tuvo un altercado con el grupo de ultras y luego decidieron ir a buscar un poco de marihuana para relajarse. Walter propuso ir al bar La Salsa, que se encuentra al otro lado del Manzanares y, cuando caminaban por el Puente de San Isidro, se volvieron a topar con los seguidores del Deportivo. Hubo una pelea. —Paniagua se detuvo un instante para tomar aliento—. Entonces, según Walter, un policía intercedió en la discusión, le pidió a Oswaldo que tirase su navaja, forcejearon y el chico acabó con varias puñaladas en el fondo del río.

—Blanco y en botella, jefe. —Asintió Olcina—. Si es que vamos a creer la versión del criollo.

—Sí, no tenemos nada más. En este maldito caso nada es lo que parece. —Gruñó el inspector, apartando con la mano una invisible mota de polvo de la pernera de su pantalón—. Primero, parecía un asunto entre hinchas. Luego, la tortilla se inclinó del lado del ajuste de cuentas y ahora, entra en escena un misterioso policía.

—Le digo que no hubo ningún policía. ¡Es una locura! Si un agente presenció la pelea, ¿por qué no llamó a su comisaría para pedir ayuda? ¿Por qué huyó cuando todo hubo terminado? Ningún policía que yo conozco actúa de esa manera.

—Preguntas, preguntas… —Coincidió Paniagua, pensativo—. Tengo otra más, ¿cómo encaja en todo esto El Ángel Exterminador?

Antes de que el subinspector Olcina tuviese tiempo de responder, asomó por la puerta uno de los policías del turno de noche y sacudió los cimientos del caso con la fuerza de un terremoto. Acababan de encontrar el cadáver de Walter Delgado.

Y una sombra, espesa y oscura como la brea se adueñó del rostro del inspector Paniagua.

Antemortem
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