49

Martin paró a un taxi que circulaba frente a la puerta de entrada del moderno complejo policial en donde se hallaba situado el cuartel general de la brigada del inspector Paniagua y mientras se acomodaba en el asiento trasero del Skoda pudo escuchar en la radio un programa deportivo donde se narraba un partido de fútbol. Había dejado solo al inspector en su despacho, todavía intentando comunicarse desesperadamente con el Jefe Beltrán.

—¿Cómo va? —Preguntó a modo de saludo. Había aprendido que en España la auténtica religión no se encontraba dentro de los muros de las iglesias, sino sobre la alfombra cespeada de un campo de fútbol. Una vez alguien le había dicho que para los españoles el fútbol era como una droga para los hombres que no se drogaban. Y tenía toda la razón.

El conductor hizo un gesto despectivo con las manos.

—No tan bien como me gustaría —explicó—. Los merengues maricones se han adelantado en el marcador y no parece que vaya a cambiar la cosa. Aunque me joda este año parecen que volverán a ganar.

Al parecer, los taxistas de Madrid eran todos unos entendidos en fútbol y en política, y uno no debía iniciar una conversación sobre uno de esos temas, so pena de ser vapuleado dialécticamente y sufrir un escarnio sin parangón. En la ciudad de Madrid había tres equipos que jugaban en la Liga BBVA o «Primera División», como se había llamado desde siempre, y que se repartían las simpatías de los aficionados. Aunque era el Real Madrid, a cuyos aficionados se les conocía con el sobrenombre de «merengues», quien poseía de largo el mayor número de seguidores. A continuación, le seguía en importancia el Atlético de Madrid, cuyos seguidores eran los «colchoneros». Y, por último, un modesto equipo que había surgido en el barrio trabajador de Vallecas y cuyo nombre, Martin no recordaba. La rivalidad entre los aficionados de los dos equipos más influyentes era famosa por el ardor del fuego cruzado de insultos que se dedicaban mutuamente. Martin decidió cambiar de tema e indicó al taxista la dirección de su domicilio y en cuanto se pusieron en marcha se hundió en el asiento tratando de relajarse.

—¿Cuánto queda hasta Malasaña? —Quiso saber, sintiéndose como un mocoso aburrido que le preguntaba su padre cuánto tiempo faltaba para llegar al lugar de vacaciones. Viajaban hacia el norte y las calles pasaban como manchones grisáceos ante su ventanilla, sin ningún interés para él.

—Con este tráfico, unos quince minutos más. —Replicó el conductor y Martin dejo escapar un gemido fastidiado. La verdad era que las voces y sonidos del partido que irradiaba la emisora le estaban atacando los nervios. Y ni hablar de pensar en pedirle al conductor que la apagase, aunque fuera hincha del equipo rival, el morboso anhelo de escuchar en directo la derrota de su odiado enemigo resultaba más determinante en la actitud del taxista que satisfacer la petición de un cliente.

Martin intentaba abstraerse de la emisora pensando en la investigación, cuando su viaje fue interrumpido por un control rutinario de alcoholemia. Dos coches patrulla de la policía municipal de Madrid habían bloqueado un carril de la avenida por la que circulaban y estaban desviando algunos vehículos de manera aleatoria hacia un embudo de conos luminosos que habían perpetrado sobre el asfalto. Varios coches formaban una fila y sus conductores se hallaban apoyados sobre los capós mientras esperaban su turno para exhalar el aliento en un alcoholímetro portátil.

El taxista decidió accionar el intermitente para cambiar de carril y alejarse del cepo policial, pero uno de los agentes uniformados agitó el señalizador luminoso que portaba para indicarle que se detuviese junto a la acera, detrás de un Seat León lleno hasta los topes de jóvenes vociferantes y de cromados personalizados que le hacían parecer más deportivo de lo que realmente era.

—Nunca imaginé que detendrían a un taxista en uno de estos controles. —Comentó Martin sorprendido.

El conductor le miró a través del espejo retrovisor, visiblemente enfadado.

—Con los recortes de presupuesto y el afán recaudatorio de estos tíos, serían capaces de multar hasta a su propia madre.

—¿Me pregunto si me reembolsarán el cargo extra en la carrera?

El taxista se encogió de hombros y escupió por la ventanilla.

—Ni lo sueñe. ¡Son todos unas sanguijuelas! ¡Vampiros funcionarios!

—Bueno, detenga el taxímetro y deje que me apeé. En cualquier caso, no estamos muy lejos de mi domicilio y el paseo me vendrá de maravilla.

El conductor alzó las cejas y levantó la mano en señal de rendición.

—¡Ahora es a mí a quien le cuesta la pasta! ¡Me van a oír!

Martin se alejó del control mientras a su espalda comenzaban a escucharse las primeras voces de la discusión entre el taxista y los agentes municipales. Mientras caminaba, la noche se hacía cada vez más fresca, el cielo más ominoso, y la doctora Farhadi llevaba la voz cantante en sus pensamientos. En el Palacio de Congresos, se había mostrado temerosa pero, al mismo tiempo, aliviada, como alguien que sabía que iba a enfrentarse a un acontecimiento difícil pero que ya no le temía a la incertidumbre del resultado final. Recordó la insistencia del coronel Golshiri para que ella mantuviese la calma y la celeridad con la que se la había llevado del lugar.

Una ambulancia pasó a toda velocidad junto a él, con las luces amarillas destellando silenciosas en la noche. Los edificios a su alrededor parecían arder con los vivos colores que rebotaban en sus paredes.

¿Qué quería ocultar Golshiri? ¿Por qué tanto empeño en que ella no hablase? ¿Sería posible que ella supiese la identidad del asesino del profesor Mesbahi? ¿Estaría el asesino, de alguna manera, relacionado con Golshiri o el infame Ministerio al que representaba? Todas ellas resultaban preguntas difíciles de contestar en esos momentos.

Se estaba acercando a su casa y la maldita cicatriz de su ingle volvía a cosquillear con persistencia. Con una profunda sensación de impotencia, abrió la puerta de la calle y subió hasta su domicilio.

Horas más tarde, Martin Cordero seguía pensando en lo que le había dicho la doctora Farhadi en el Palacio de Congresos. Estaba bebiendo su segundo vaso de Grey Goose y revisaba por enésima vez el informe policial iniciado sobre el caso. Algo no encajaba en su sitio, podía sentirlo en el tuétano de sus huesos pero, frustrado, se sentía incapaz de adivinar qué era. Se preguntaba si debía llamar al inspector Paniagua y compartir sus dudas. Luego pensó que quizás al inspector no le gustase nada que le llamase a esas horas y decidió dejarle en paz. Si no había conseguido hablar con el Jefe Beltrán, seguro que no estaría de humor y además lo vería como una interferencia. Suspiró, no quería enemistarse más con el terco inspector de policía. Pensó en Paniagua y en la cualidades que le hacían ser un excepcional policía: dedicación, inteligencia, terquedad. Sin duda, cuando investigaba un caso parecía como un bulldog royendo un hueso, imparable y obstinado hasta convertir en polvo la última migaja. Era una lástima que esta última cualidad le impidiese, por ejemplo, aceptar sin reparos la ayuda de Martin.

Le dio un último y prolongado trago a su vaso de Grey Goose y permitió que el vodka le quemara durante unos segundos el interior de su boca antes de ingerirlo. ¿Qué era lo que no encajaba en el crimen del profesor? Aparte de lo obvio, claro está. El macabro paquete. ¿Cómo se las había ingeniado el asesino para enviar la propia mano del muerto horas antes de cortársela? Era imposible, no podía ser su mano. Sin embargo, ¿cómo se explicaba lo del ADN? ¿Cómo podía ser idéntico al de la víctima? ¿Un gemelo? Ni hablar, tenía que haber otra explicación. Pero ¿cuál?

Extrajo una fotografía del informe que mostraba un rastro de sangre. Solo habían localizado dos rastros de sangre útiles en la escena. Por supuesto, buena parte de la habitación estaba cubierta de sangre pero toda ella pertenecía a la misma herida traumática. La amputación de la mano. Las formas alargadas que parecían un signo de exclamación, propias de una salpicadura de alta velocidad en movimiento, eran consistentes con el chorro arterial que había brotado de la muñeca. La segunda fuente consistía en infinidad de diminutas gotas, de no más de un par de milímetros de grosor, que habían brotado de la parte posterior de la cabeza del profesor al recibir el disparo de gracia. Restos de hueso y materia cerebral se entremezclaban en la rociada de sangre en aerosol que salpicaba las cortinas. Nada más. Ni una miserable gota gravitacional. Nada. ¿Por qué no había más sangre? ¿Cómo se las había ingeniado el asesino para reducir al profesor sin infligirle ninguna otra herida? ¿Por qué no había luchado por su vida?

No tenía respuestas.

Le dolían los ojos y sentía agarrotados los hombros y la espalda. Se inclinó hacia atrás y estiró los brazos todo lo que pudo por encima de la cabeza.

Más Grey Goose no podía hacer daño.

Antemortem
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
nota_autor.xhtml
I.xhtml
cap1.xhtml
cap2.xhtml
cap3.xhtml
cap4.xhtml
cap5.xhtml
II.xhtml
cap6.xhtml
cap7.xhtml
cap8.xhtml
cap9.xhtml
cap10.xhtml
cap11.xhtml
cap12.xhtml
cap13.xhtml
cap14.xhtml
cap15.xhtml
cap16.xhtml
cap17.xhtml
cap18.xhtml
III.xhtml
cap19.xhtml
cap20.xhtml
cap21.xhtml
cap22.xhtml
cap23.xhtml
cap24.xhtml
cap25.xhtml
cap26.xhtml
cap27.xhtml
cap28.xhtml
cap29.xhtml
cap30.xhtml
cap31.xhtml
cap32.xhtml
cap33.xhtml
cap34.xhtml
cap35.xhtml
IV.xhtml
cap36.xhtml
cap37.xhtml
cap38.xhtml
cap39.xhtml
cap40.xhtml
cap41.xhtml
cap42.xhtml
cap43.xhtml
cap44.xhtml
cap45.xhtml
cap46.xhtml
cap47.xhtml
cap48.xhtml
cap49.xhtml
cap50.xhtml
cap51.xhtml
cap52.xhtml
V.xhtml
cap53.xhtml
cap54.xhtml
cap55.xhtml
cap56.xhtml
cap57.xhtml
cap58.xhtml
cap59.xhtml
cap60.xhtml
cap61.xhtml
cap62.xhtml
cap63.xhtml
cap64.xhtml
cap65.xhtml
cap66.xhtml
cap67.xhtml
cap68.xhtml
cap69.xhtml
cap70.xhtml
VI.xhtml
cap71.xhtml
cap72.xhtml
cap73.xhtml
cap74.xhtml
cap75.xhtml
cap76.xhtml
cap77.xhtml
cap78.xhtml
cap79.xhtml
cap80.xhtml
cap81.xhtml
cap82.xhtml
cap83.xhtml
cap84.xhtml
cap85.xhtml
cap86.xhtml
cap87.xhtml
cap88.xhtml
cap89.xhtml
cap90.xhtml
VII.xhtml
cap91.xhtml
cap92.xhtml
cap93.xhtml
cap94.xhtml
cap95.xhtml
cap96.xhtml
cap97.xhtml
cap98.xhtml
cap99.xhtml
cap100.xhtml
cap101.xhtml
cap102.xhtml
cap103.xhtml
cap104.xhtml
cap105.xhtml
cap106.xhtml
cap107.xhtml
cap108.xhtml
cap109.xhtml
cap110.xhtml
epilogo.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml