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Walter Delgado estaba asustado, no podía negarlo, pero también se encontraba como un perro enjaulado y necesitaba salir de su apartamento con urgencia. Mientras tragaba por enésima vez para pasar la bola ardiente en que se había convertido su miedo, Walter no paraba de moverse ante la puerta del vagón de metro que le llevaba hasta Los Quiteños, el bar donde solía reunirse con otros miembros de la banda y que servían la cerveza típica de su país, que tanto echaba de menos.
Vestido de negro y amarillo de los pies a la cabeza, Walter lucía el enorme tatuaje de una estrella de cinco puntas en cuyo centro se destacaba la figura del león coronado. Todo ello distintivos significativos de la banda latina Latin Kings. Walter pertenecía al «Ciclo Primitivo», aquel designado para los miembros más jóvenes y a quienes se les consideraba como soldados callejeros que cumplían con las labores delictivas y defendían el honor del «Manifiesto» contra todo tipo de ataques e insultos. El manifiesto de los Latin Kings establecía tres diferentes estados o ciclos a los que un miembro de la banda pertenecía durante su vida, el ciclo primitivo era el más bajo de todos ellos. En Los Quiteños uno podía encontrar también esporádicamente al consejo de siete miembros líderes que impartía los castigos disciplinarios y enseñaba el manifiesto a los recién llegados y que era conocido como el «Consejo de Coronas». Aunque la disciplina de los Latin Kings asentados en España era un poco más relajada que sus homónimos originales de Nueva York y Chicago, ciudad en la que se creó la banda en los años 40, el Manifiesto era sagrado e inviolable, como una religión, y todos los pandilleros estaban obligados bajo pena de muerte a cumplirlo a rajatabla.
A pesar de ello, Walter Delgado se dirigía al bar Los Quiteños con la esperanza de que los Coronas le escuchasen y ayudasen a lidiar con el comemierda que había matado a Oswaldo. Walter extrañaba muchísimo a su amigo; desde que se conocieron había hecho de cicerón para que le permitiesen formar parte de la banda y Oswaldo casi lo había conseguido. Los Coronas estaban satisfechos con él y a Walter le constaba que estaban dispuestos a aceptar su ingreso. Pero el cabrón que los atacó lo había estropeado todo. Había matado a Oswaldo y ahora le tocaba el turno a él. Por eso Walter estaba asustado. Estaba seguro de que solo era cuestión de tiempo que le encontrase. ¿Acaso no lo hizo la primera vez?
Un movimiento en el rabillo de su ojo le puso en alerta. Se giró bruscamente en esa dirección pero no pudo distinguir a nadie en particular. El vagón estaba repleto de los habituales zombis que regresaban a sus hogares después de deslomarse en sus trabajos mileuristas[11]. Cerró los ojos y respiró profundamente para calmarse. Y no dejó de hacerlo hasta que recuperó el control de sí mismo.
Cuando llegó a Los Quiteños, los Coronas del Consejo todavía no habían llegado. Así que se dirigió a la barra y pidió una cerveza para calmar los nervios. Fue entonces cuando vio a la chica y, por segunda vez, dio un respingo.
—¡Eh, hola! —Saludó Alba en cuanto le vio—. ¿Sabes quién soy? Te he estado buscando desde el lunes.
Walter le dirigió una sonrisa que de puro nerviosismo, resultó bobalicona, y trató de esconderla dándole un trago a la botella de Pilsener.
—¡Hola, Alba! Claro que sé quién eres. Oswaldo me ha hablado mucho de ti y me enseñó numerosas fotografías. Por eso te he reconocido.
Alba luchó por mantener a raya las lágrimas que acudieron a sus ojos, no tanto por el recuerdo de su hermano en boca de Walter, como por el alivio de haber encontrado al criollo.
—¿Para qué me estabas buscando? —Preguntó Walter con todo el aire de inocencia que fue capaz de fingir.
—Es sobre Oswaldo. —Empezó a decir ella—. Sé que estabas con él la noche en la que le mataron.
Walter se sobresaltó.
—¿Quién te ha dicho eso? —Preguntó alarmado.
—No hace falta que finjas conmigo, Walter. —Replicó Alba—. El propio Oswaldo me mandó un mensaje de IRGC al móvil y me dijo que había quedado contigo después del partido.
—¿Qué quieres de mí? —Murmuró Walter, evidentemente incómodo.
Alba pareció inspirar todo el aire que había en el bar para darse ánimos y contestó:
—Quiero que hables con la policía, que les cuentes lo que viste. —Las palabras le salían atropelladas, como una estampida de gente que huye de un cine que se incendia—. Quizás viste algo que pueda ayudarles a dar con el asesino de Oswaldo, quizás puedas describirle…
—¡Basta, cierra la puta boca! ¡No digas una sola palabra más! —Bramó Walter. Varias cabezas se giraron en su dirección—. Yo no vi nada, no sé nada y, desde luego, no voy a hablar con ningún puto policía. ¡Que te jodan!
Estaba fuera de sí, y por un instante hubiera deseado agarrar a la muchacha por el cuello y zarandearla con fuerza hasta que cerrase el pico. La simple osadía de sugerir que pudiese convertirse en un chivato le había enfurecido; por no hablar, del miedo que sentía a que alguno de los otros pandilleros hubiera podido poner la antena y enterarse de la muerte de Oswaldo antes de que se lo hubiera comunicado al consejo. Porque verás, las jerarquías eran algo muy importante en la organización de los Latin King y alguien del estatus de Walter ni siquiera se atrevería a respirar sin antes decírselo al Consejo de Coronas. Si lo hacías, aquello se convertía en un problema que usualmente se solucionaba con algo de derramamiento de sangre y Walter no quería esa clase de problemas, ni por asomo.
Alba se quedó inmóvil, sin saber cómo reaccionar. Desde el primer momento, siempre había sabido que existía la posibilidad de que Walter no accediera a hablar con ella, y se había dicho que, de pasar, llamaría al inspector Paniagua y dejaría que las cosas siguiesen su curso natural. Pero el ataque de ira de Walter la había dejado congelada.
—Walter, tómate un trago y deja de gritar como un puto degollado. —Dijo alguien a sus espaldas. Era la voz de un hombre al que Alba no había visto nunca, pero que también vestía con las ropas habituales de los Latin Kings. Un enorme ecuatoriano, con la cabeza rapada cubierta por una badana de color amarillo, y un torso del tamaño de una tinaja de vino. En uno de sus enormes bíceps lucía el tatuaje de una figura esquelética portando una guadaña que se sentaba en un trono hecho de calaveras.
—Sí, claro, Corona San La Muerte. —Dijo Walter sumiso, mientras parecía encogerse, hasta plegarse sobre sí mismo.
El Corona que se había dirigido a ellos era el líder más importante de la facción de los Latin King en Madrid, solo por debajo del propio Rey Zeus y del resto de reyes y reinas. Todo el mundo en la banda sabía de su crueldad y que había tomado su nombre de guerra de uno de los dioses más venerados en Latinoamérica, representante de la muerte y todas las cosas muertas. En su cuello lucía una talla de la propia San La Muerte, cuyos ojos rojos restallaban como rubíes. En voz baja se comentaba que el colgante estaba hecho con los huesos humanos de algunas de sus víctimas. Volviéndose hacia Alba, el Corona San La Muerte preguntó:
—Y tú, dime quién coño eres putita y qué haces aquí.
Alba sintió ganas de orinar y por un segundo pensó que se lo iba a hacer encima. Una cosa era hablar con alguien como Walter Delgado e incluso tratar de convencerle para que hablase con la policía y otra, muy distinta, era dirigirse a uno de los miembros del Consejo de los Latin King. Uno de los Coronas que controlaban la banda en Madrid. Aquel hombre de cabeza rapada y brazos robustos con venas como sogas podía ordenar que la mataran en ese mismo momento, incluso hacerlo él mismo sin apenas mover una ceja. Alba pensó que el aire a su alrededor se solidificaba en presencia del Corona y le costaba respirar.
—Me llamo Alba Torres. —Contestó con voz entrecortada—. Soy la hermana de Oswaldo.
—¿Oswaldo? ¿Quién cojones es Oswaldo?
—Es el chico que mataron el domingo, Corona San La Muerte. —Explicó Walter en voz baja, recuperando parte de sus redaños pero manteniendo la mirada en la punta de sus zapatillas Nike—. Es el mismo del que he estado hablando al Consejo de Coronas para que ingresase en la banda.
El Corona miró atentamente a Walter, con la vista clavada en él como si estuviese decidiendo en ese mismo momento si acabar con su vida o permitirle continuarla un miserable día más.
—Lo recuerdo. ¿Qué pasa con Oswaldo? —Preguntó, por fin, con voz glacial.
—Fue asesinado el domingo por la noche. —Respondió Alba que seguía teniendo ganas de ir al lavabo como nunca antes las había tenido en su vida—. Walter estaba con él.
El Corona se inclinó hacia Walter, seguía mirándole fijamente.
—¿Es eso cierto?
Walter bajó la cabeza y murmuró:
—Sí, Corona San La Muerte. De eso quería hablarle al Consejo esta noche. —Apretaba las manos con fuerza sobre el regazo, le estaban temblando—. Alba quería que hablase con los maderos y le estaba diciendo…
—¡Silencio! Ya he oído bastante. —Le interrumpió el Corona y dirigiéndose hacia Alba añadió—: Sal de aquí y no vuelvas. No quiero ver tu careto nunca más. Pero antes de irte quiero que sepas que Oswaldo era apreciado como uno de los nuestros y que su muerte será vengada como es debido.
Los fríos ojos azules del Corona San La Muerte clavaron la mirada en los de Alba.
—¿Me has entendido cuando he dicho que no quiero volver a verte? —Con los dedos índice y pulgar acariciaba repetidamente el colgante de hueso.
Alba asintió, sin pronunciar palabra, las cuerdas vocales congeladas en su garganta. Y sin pensárselo dos veces se dirigió hacia la puerta.
En la calle, notó como la humedad se extendía por su ropa interior, todo su cuerpo se sacudía incontrolablemente y le fue imposible controlar su vejiga. A pesar del calor mojado que se deslizaba por sus muslos no sentía vergüenza sino alivio. El alivio de alguien que se ha encontrado cara a cara con la Muerte y esta ha mirado hacia otro lado indiferente. Se detuvo y sintió el impulso irresistible de volverse y observar si el Corona San La Muerte había enviado a alguien para seguirla. Pero estaba sola en la acera y, entonces, rompió a llorar con violentos escalofríos.
Al cabo de un rato, cuando se hubo tranquilizado, sacó su teléfono móvil del bolso y marcó el número de teléfono del inspector Paniagua.