Epílogo un tanto distinto al que este libro hubiese debido tener

Ningún divorcio es sencillo. El de mis padres no lo fue y arrojó, por añadidura, sobre mis espaldas dos tareas que yo no había reclamado aunque tampoco pude rechazar. La primera de ellas, la de ayudar a mi madre en unos momentos muy difíciles para su ánimo. La segunda, la de conservar viva la huella de mi padre en Mallorca y contribuir a que se guardase la memoria que en justicia le correspondía a la isla y a sus gentes. En Mallorca se llevó a cabo la creación de buena parte de lo mejor que dio nunca de sí mismo Camilo José Cela. Decía antes que esos cometidos me cayeron encima; quizá fuese bueno añadir que nadie me los impuso. Ni mi padre me pidió nunca que protegiese su trayectoria mallorquina, ni mi madre exigió jamás nada de mí. Pero ya saben ustedes —con el libro a las espaldas— que mi cabeza no funciona, por así decirlo, del todo bien.

Ambas tareas resultaron ser en gran medida contradictorias y excluyentes. Cuando a lo largo del año 1990 los abogados de mis padres fueron pactando las condiciones del divorcio, se mencionó entre ellas el compromiso de instituir en Palma un anexo de la fundación Camilo José Cela, creada por mis padres tres años antes con sede en Iria Flavia, en las Casas de los Canónigos. El acuerdo incluía devolver a Palma una buena parte de los tesoros donados por mis padres a la fundación CJC. Había de ser su patronato quien determinase cuáles y cómo. Lo único que quedaba claro era el emplazamiento del anexo: la casa de La Bonanova, testigo por excelencia de la vida de mis padres en Mallorca y lugar del que salieron las grandes obras de la etapa creativa final de Camilo José Cela.

La casa de La Bonanova era puro recuerdo literario en piedra, con sus cuadros, murales, lápidas conmemorativas y mesas de trabajo. Pero era también —había sido— el hogar de mis padres. En los meses siguientes al divorció) a mi madre la casa se le echaba encima. Le era imposible no ver a mi padre sentado en su sillón de siempre y tocando de vez en cuando, en broma, el aristón, o a la cabecera de la mesa del comedor mientras protestaba por un régimen excedido en verduras y falto de chacinería. La cama de al lado, en la habitación, estaba desierta. Mi madre no decía nada, pero se apagaba a luces vistas como la claridad durante un crepúsculo del otoño.

El anexo nunca se fundó. Su mención en los papeles de los abogados quedó en nada cuando se fue haciendo patente que, por los motivos que fuera, mi padre, ese CJC que adoraba Mallorca, le había dado las espaldas de forma definitiva y terminante. Los amigos me llamaban para decirme, primero bajo sorpresa y más tarde con indignación, que ellos también habían sido apartados hasta el punto de no poder saltar las nuevas barreras que rodeaban a mí padre. Yo les contestaba con buenas palabras y me remitía al anexo de la fundación que habría de dejar las cosas, hasta cierto punto, como antes. En el fondo les estaba mintiendo, aunque no sabría decir si a conciencia o engañado por una esperanza vana.

Llegó un momento en el que la farsa no pudo sostenerse ya. Mi madre necesitaba una casa nueva, lejos y cerca de la de La Bonanova y al lado de aquella en la que su nieta gateaba.

Camila fue una pieza de enorme importancia para que mi madre recuperase unas ganas de vivir que había dado por perdidas para siempre.

Una frase basta para liquidar más de cuarenta años: se vendió la casa de La Bonanova y se compró la de Son Buit, Recuerdo que hicimos el traslado en una sola jornada, componiendo muebles y cuadros de tal forma que mi madre no entrase en una casa vacía. Era como una vuelta al lugar de siempre pero cambiado por completo. Era una metáfora de la misma vida que le aguardaba a ella en adelante.

¿Fracasé en mi tarea autoimpuesta de conservar la huella de CJC en Mallorca? En una gran medida, sí. De hecho, la muerte de mi padre se narró —la frase no es mía, sino de Fernando Corugedo— como sí sus ochenta y cinco años fuesen entre 1989 y 2002. Apenas mención alguna a Mallorca, por no decir nada de otros agravios personales. De aquellos días dolorosos recuerdo un detalle que me hizo sonreír. La cadena TV3 me entrevistó y la primera pregunta que me hizo fue: «¿Existe Mallorca?»

Mallorca existe, doy fe. También la dan obras cruciales del escritor Camilo José Cela. La isla fue protagonista pasiva en su obra sólo en muy contadas ocasiones pero se metió en la cabeza de CJC, y de allí, nervios abajo, hasta su pluma, como paisaje, como lugar de tranquilo y amoroso refugio, como enjambre de mil amigos que constituían una colmena bien organizada. Las colmenas sólo tienen una reina, pero no funcionan si el resto falla.

Mallorca fue también los Papels de Son Armadans. Un par de años antes de que CJC muriese, mi madre donó a la Universidad de las Islas Baleares todos los ejemplares que existían y existen de la revista —salvo aquellos que se encuentran en casa de sus dueños—, y añadió el grueso de su biblioteca personal. Yo, por mi pacté, intenté que el cuadro rasgado de Miró se quedase en alguna institución mallorquina, ya fuera pública o privada, pero no encontré puerta alguna lo bastante abierta. El cuadro se subastaría a la postre en noviembre de 1996. Explicar por qué me llevaría a entrar en los episodios más sórdidos del trato que recibió mi madre luego de su divorcio, y no quiero hacerlo. Bastará decir que yo entendía que el cuadro era más de ella que mío y, tras pedirle su opinión, obré en consecuencia.

No quería hablar de esas cosas y ya lo he hecho. Bueno será añadir, pues, un comentario acerca del testamento de mi padre. Fueron legión los diarios, las televisiones, las radios y las revistas que quisieron entrevistarme al respecto. Yo callé, pero me doy cuenta de que el silencio puede entenderse de varias formas distintas. SÍ es usted un lector a quien interesa el verdadero Camilo José Cela, el escritor de enorme garra y sensibilidad, lo que sigue no le incumbe. Se refiere a otra persona, a un padre que escribe sus últimas voluntades y a lo que su hijo piensa al respecto. Detalles menores, por cierto, y del todo prescindibles. Insisto: no siga adelante.

Sus razones tendría mi padre al redactar el testamento en la forma en que lo hizo. A mí sólo me corresponde darme por enterado de que es así. No entraré en conjeturas acerca de por qué tomó esa decisión ni de quién o quiénes pudieron influir en su ánimo para ello. Serán los abogados y, en último término, los jueces quienes decidirán si se trata de algo compatible con las leyes sucesorias. Lo que yo pudiese imaginarme —si quisiera hacerlo, que no quiero— no viene a cuento.

MÍ amor al padre que conocí es el mismo antes y después de que se hiciese pública su voluntad final. Aquel escritor, aquel genio, aquel personaje de tantas leyendas, aquel hombre de muchas virtudes y algunos defectos, está muy por encima de los meandros del último instante. ¿Podría ser yo tan estúpido acaso como para olvidarme de más de cuarenta años junto a él y quedarme con el único episodio de la visita a un notario?

Mi agradecimiento a mi padre habría sido el mismo en todos los órdenes con ese testamento y con el contrario. Mi empeño por defender su figura como autor de tantos libros magistrales sigue como siempre. Mi dolor por su desaparición no puede cambiar por minúsculos detalles que sólo preocupan a quienes no tienen la conciencia tranquila. De hecho, ni siquiera entiendo por qué hay que decir en público algo tan evidente, algo que cualquiera que haya perdido a su padre comprenderá a la perfección sin necesidad de añadir ni una sola palabra más.

Cela, mi padre
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