Los entresijos
La entrega del premio en Estocolmo fue, una vez más, un compendio de luces y sombras en la vida siempre agitada y contradictoria de CJC. La polémica —cómo no— le acompañó hasta el Konserthusets. La ausencia del ministro de Cultura, Jorge Semprún, marcó el principio del distanciamiento de mi padre con los socialistas, aunque no de todos: otro ministro, Barrionuevo, siguió contándose entre sus amistades hasta el extremo de incorporar a CJC al consejo de administración de la RENFE. Siento horrores que las normas de las juntas me impidiesen asistir a alguna de las reuniones, porque me hubiera encantado espiar por un agujerito de las cortinas para ver lo que dice un escritor en el corazón de las grandes empresas. Quizá se limitase a pedir de vez en cuando agua porque, si tenía que combatir el curioso modo de utilizar el castellano de los altos ejecutivos, siempre dispuestos a presupuestar en vez de presuponer y con la muletilla del «a nivel de» sonando de continuo en el discurso, no es raro que terminase falto de saliva y con los oídos llenos de zumbidos.
Son muchas otras, además de las del desprecio de la cultura oficialista de entonces, las anécdotas que se sucedieron en Estocolmo. La legión de los amigos de CJC, organizada por clanes tribales —los gallegos, los mallorquines, los alcarreños, los de Marbella...— tomó por asalto la ciudad hasta tal punto que me temí la intervención del ejército para poder dejar las cosas en un más sosegado término. Los suecos ignoraban la versión del testimonio de amistad en forma de cuerpo expedicionario, quizá porque las legiones de Julio César no llegaron tan al norte. Difícil era ir a cualquier restaurante, ya fuese lujoso o no, sin encontrar una turbamulta de españoles husmeando con desconfianza los platos del Smorsgabord, si es que se escribe así esa colección de entremeses en la que hay arenques, arenques, arenques y algún que otro adorno acompañándolos. El último día, cuando ya nos salían los arenques por las orejas, descubrimos que existe una magnífica cocina sueca basada en la caza. A buenas horas, mangas verdes.
La embajada española en Estocolmo organizó para la noche del 7 de diciembre una recepción muy fina, como corresponde a las fiestas del cuerpo diplomático, que tuvo, no obstante, un par de inconvenientes. El primero, que allí no había canapés suficientes para el gentío enorme que acudió a la cita, cosa, por otra parte, de menor importancia. Más grave fue que no se hubiese previsto la repatriación de los invitados. La embajada, un palacio en medio de los bosques de la capital, no disponía, claro es, de parada de autobús ni de metro, y los taxis eran imposibles de encontrar en aquella noche gélida del diciembre sueco. Había que arreglárselas, pues, como fuera, dando suelta a la imaginación para volver a la ciudad con los zapatos y los vestidos de gala arrastrándose por la tundra. La única alternativa consistía en pedir asilo diplomático allí, cosa harto difícil de lograr cuando uno tiene pasaporte del mismo país que la embajada. A nosotros, a mi mujer y a mí, nos salvó Leopoldo Calvo Sotelo, el antiguo presidente del Gobierno quien, por cierto, es una de las personas con sentido del humor más fino y más agudo que he conocido. Se apiadó de Gisèle y nos hizo un hueco en su coche.
Las revistas rosa persiguieron a toda la familia y sus allegados en las diversas fiestas con el ansia de un hurón que ha husmeado el rastro de la presa. Algunos de los comentarios que se escribieron entonces fueron muy divertidos. Resulta que mi mujer, Gisèle, había metido en la maleta un traje largo de Jesús del Pozo para las ceremonias y, como el diablo anda siempre al acecho, hubo otra persona del entorno cercano de CJC que tuvo la mala suerte de comprar el mismo vestido. Gisèle es suiza, aunque no mucho, alta, muy alta, y rubia, muy rubia. En la recepción dada por la editorial Atlantis unos días antes de la entrega del premio, el secretario de la Academia sueca le dijo que parecía mentira, pero que desde que España había entrado en el Mercado Común las mujeres españolas se parecían cada vez más a las europeas. Para que Gisèle no me saque los ojos al leer esto añadiré de inmediato que es catedrática de Psicología y publica artículos en las revistas de impacto de esa ciencia, pero nada de eso le interesaba a los cronistas. Por el contrario, cuando vieron aparecer en la recepción de la embajada a las dos mujeres vestidas igual, se permitieron escribir maldades tremendas acerca de cómo les sentaban los diseños de Jesús del Pozo a cada una de ellas.
Ya fuese por esa razón o por otras de mayor calado, en Estocolmo se insinuó —se trata de un eufemismo— una escisión en la corte de CJC entre los viejos amigos y los nuevos. No fueron pocos aquellos de los amigos de toda la vida que se extrañaron ante una acogida más bien fría y distante. Yo, con mi falta de entendederas de costumbre, ni me enteraba. Pero a la hora de irme, cuando la despedida final de mi padre, se me cayó la venda de los ojos. Era en el Grand Hotel, con CJC en medio de la corte. Le abracé pero, como pude recordar años más tarde en ocasión de su muerte, no estoy seguro de haber recibido un abrazo de vuelta. Son cosas que pasan, ya lo sé, no hace falta que me lo diga nadie.