Los preparativos
La jornada del día 10 de diciembre era, faltaría más, el centro de todas las atenciones, el momento aguardado por los expedicionarios. Es adecuado entrar en el túnel del tiempo y volver a vivir las horas que enmarcaron aquella fecha memorable.
Se podría empezar diciendo que el día más grande en la vida de un premio Nobel comienza pronto, pero no es cierto. La amanecida, cuando nieva en Estocolmo, apenas significa un leve cambio en la neblina del cielo gris. En los días claros de invierno el sol se levanta cosa de una cuarta sobre el horizonte, pasa luego rozando la copa de los árboles como un enamorado en busca de cobijo, duda un instante y acaba por hundirse, entre tímido y confuso, en esa noche de la que le cuesta tanto salir. Si la nieve está cayendo, la bruma convierte el día en una metáfora. Los relojes de las calles de Estocolmo deberían llevar marcadas las veinticuatro horas, y no sólo doce, para dar a sus agujas una pista acerca del camino que Kan de recorrer.
A las once en punto de la mañana, con una precisión que los bálticos convierten en enfermizo esmero, los galardonados con alguno de los premios Nobel que entrega el rey de Suecia, es decir, los de Química, Física, Medicina, Economía y Literatura, tienen ensayo. El premio de la Paz, instituido por el parlamento noruego, se concede y celebra en Oslo, así que escapa a la representación colectiva. Bien que lo lamentó Camilo José Cela, quien confesaba, añorante, que le hubiera gustado mucho hacer su entrada en el escenario llevando en brazos al Dalai Lama. No pudo ser y, por mucho que el espectáculo perdiera así grandeza, habrá que alegrarse de haberle ahorrado al presidente de la fundación Nobel, maestro de ceremonias durante el ensayo, un inoportuno y prematuro infarto.
Dejando de lado, pues, la paz noruega, los laureados del resto de las disciplinas premiables deben acudir al gran auditorium del Konserthusets de Estocolmo para aprenderse bien aprendido el ritual mediante el que, horas más tarde, serán ungidos con el óleo de la gloria. Allí se les explica cómo debe levantarse, lleno de majestuosidad y aplomo, un premio Nobel en ciernes; cómo acepta luego el diploma y la medalla que acreditan su rango; cómo ha de saludar, y por qué orden, al rey, a la Academia y a los invitados al acto; cómo, por fin, vuelve al sillón que abandonó poco antes sin mostrar ni la menor emoción por haberse incorporado ya a la nómina de los inmortales. Se desaconsejan los saltos mortales de alegría y los saludos con dedicatoria a mamá, que me estará escuchando.
Los asistentes de a pelo a la ceremonia, es decir, los parientes, los amigos o los afortunados curiosos que pueden hacerse con alguna de las limitadísimas invitaciones, no ensayan. Y lo cierto es que deberían, al menos, recibir alguna que otra indicación sobre lo que les aguarda. Las que figuran en el programa apenas sirven de nada: hace ya tiempo que los viajeros procedentes de tierras lejanas hemos aprendido la importancia de la puntualidad. Nadie le advierte a uno, sin embargo, de ciertos riesgos y muy cumplidas amenazas. Vestirse con un frac, por ejemplo, obliga a combinar la paciencia, el malabarismo y el ingenio en grandes dosis antes de dar con la adecuada combinación de botones, pasadores, presillas, tirantes, gomas y gemelos que acaban componiendo a la postre una imagen quizá digna, pero envarada como la que más. Quien sobrevive a la pechera almidonada, al calzado de charol, al cuello duro, al chaleco entre ortopédico y glamuroso y al mísero y falso corbatín, puede encontrarse con la sorpresa de que se ha dejado sin anudar los cordones de los zapatos. Intentar hacerlo ahora, con la armadura a cuestas, conduce de inmediato a una hernia de disco. Los ayudas de cámara ya no existen. Insisto: el libro de instrucciones no vendría nada mal.
Tampoco sabe uno que, salvo los galardonados con el premio —a los que conviene conservar vivos hasta que acabe el día o, más bien, la noche— todos los demás serán abandonados a su suerte lejos de los locales en los que se aplaude, se brinda, se mastica y se baila en memoria de don Alfredo Nobel. La comitiva de torturados y, aun así, alegres conmilitones tiene que desfilar por las calles repletas de una nieve a la que el paso de los automóviles ha convertido ya en fango. Los zapatos de raso, los vestidos largos y los brillos del charol terminan allí mismo su gloria. Pronto se definen dos grupos: el del equipo local curtido ya en muchos años de batallas con la inclemencia, que, al abrigo de las botas de goma y las pieles, alcanza pronto el vestíbulo de turno, y aquél de la turbamulta de extranjeros, casi todos hispánicos en esta ocasión, que pasea sus miserias levantando faldas y esquivando charcos en busca de dónde poner el pie.