La universidad
Los trabajos de filología oculta abundaron en una faceta de CJC a la que ya se ha hecho referencia: la de su amor hacia la «erudipausia». El Diccionario secreto era perfecto para tales menesteres. Se trataba de una obra con una carga erudita de gran peso, cuajada de abreviaturas técnicas y términos científicos aunque dedicada, eso sí, a un tema un tanto inhabitual. Su éxito supuso la definitiva reconciliación de CJC con el mundo de las investigaciones académicas, es decir, con la torre de marfil de la universidad.
El paso de CJC por la universidad cuando sus estudios, no puede calificarse en forma alguna de brillante. Tal como gusta decir mi padre, consiguió pasar cinco o seis años en un par de facultades sin que lograran licenciarle de nada. Y eso que durante la posguerra bastaba con mostrar la condición de ex combatiente para hacerse con el aprobado.
Gracias a la Guerra Civil ingresó mi padre en las aulas universitarias. El examen consistía en la redacción libre de un viaje, pero antes de salir las notas se hizo público que los que habían estado en la guerra obtenían el pase de oficio. «Ha tenido usted suerte», le dijo a mí padre el profesor de Santiago de Compostela que le examinaba, un señor de barba, muy serio, cuyo nombre olvidó pronto —por desgracia— CJC, «con la narración que ha escrito usted, difícilmente hubiera aprobado». Supongo que no será necesario indicar que pocos años después iba a aparecer Viaje a la Alcarria.
Pero si Camilo José Cela pasó por los cursos de Derecho y de Filosofía y Letras sin pena ni gloria, lo compensó luego por otro camino muy diferente. Si no recuerdo mal antes del premio Nobel había sido ya nombrado doctor honoris causa por las universidades de Siracuse (Nueva York), Birmingham, John Fitzgerald Kennedy de Buenos Aires, Palma de Mallorca, Santiago de Compostela, Interamericana de San Juan de Puerto Rico y Hebrea de Jerusalén. La universidad Católica de Santiago de Chile le ofreció también el título, pero CJC lo rehusó en protesta por el golpe de Estado del general Pinochet. Después del premio la lista de los honores académicos se convirtió en interminable.
Gradas a Antonio Roig, el mismo rector que le había dado a CJC el doctorado honoris causa en Mallorca, y a Luis González Seara, ministro que se ocupaba de las universidades a la sazón, mi padre fue nombrado catedrático de Literatura y Geografía Popular de la universidad que entonces se llamaba de Palma de Mallorca y ahora de las islas Baleares. Roig supo aprovechar muy bien un decreto del ministerio que establecía la incorporación a los claustros de las universidades, mediante procedimiento extraordinario, de ciertas personas que habían demostrado contar con méritos excepcionales. Madrid daba su visto bueno a los candidatos y luego la junta de gobierno de la universidad en cuestión realizaba la solicitud formal. Pero el ministerio jamás está al tanto de lo que se cuece en los órganos de gobierno universitarios y, al menos por lo que hace a Palma, la cosa estuvo a punto de acabar como el rosario de la aurora, A lo largo de una sesión tumultuosa, el otro candidato de los previstos por el rector y aceptados por el ministerio, Manuel Tuñón de Lara, fue rechazado por los ilustres miembros de la junta. El episodio, como es natural, se publicó en toda la prensa del país. Mi padre salió mejor parado, eso sí, pero lo que se dice por los pelos, con los votos en contra de la derecha e izquierda más cerril (Opus Dei y abertzales) y del centro más corporativista (catedráticos que no estaban dispuestos a aceptar a nadie que se hubiera saltado la reglamentaria barrera de la oposición). Años más tarde, ya como decano de Letras, intenté arreglar algo aquel desaguisado ofreciéndole a Tuñón de Lara el doctorado honoris causa, como simbólica reparación de las ofensas que se le habían inflingido sin que él, por su parte, hubiera solicitado ni lo más mínimo de nuestra universidad. No debían haber cambiado mucho los ánimos políticos de la junta de gobierno, porque costó un gran trabajo el arañar los votos necesarios. Rafael Alberti, que iba también como candidato a idénticos honores entre las propuestas de nuestra facultad, fue rechazado del todo en una votación orientativa que solicité con el fin de ahorrarle inútiles humillaciones. Ya ha pasado suficiente tiempo como para que pueda decirse sin que, según espero, haga ningún mal a su memoria.
Tras tomar posesión de su cátedra, CJC impartió durante varios años clases de doctorado llevándose a los alumnos a la biblioteca de su casa de La Bonanova, mucho mejor dotada que la de la universidad. Los que pasaron por su insólita y divertida docencia recuerdan con cariño aquellas clases. Una vez que alcanzó la edad de la jubilación, CJC tuvo que cerrar las puertas al alumnado. Antonio Roig no era ya rector y, pese a los deseos del departamento de Filología española, la universidad, en otras manos, no movió ni el menor dedo para conseguir que mi padre fuese habilitado como profesor emérito. Le concedió, eso sí —al igual que al resto de los catedráticos jubilados— la medalla de plata del claustro académico. Fue un alarde de generosidad. La de bronce hubiera bastado para cubrir el expediente.