Retrato de un escritor entrando en la madurez
Ya va siendo hora de advertir que Camilo José Cela, en la época en que comenzaba a brillar como novelista, lucía una figura muy distinta a la que exhibió más tarde, cuando llegaron los premios. Cuarenta años marcan una gran diferencia, pero cincuenta o sesenta kilos consiguen hacerlo todavía más. En su novela San Camilo; 1936 se incluye una fotografía de entonces; nos bastará con examinarla a conciencia.
La foto muestra un jovencito un tanto huraño, armado de un aire entre burlón y suplicante. El pelo, oscuro y muy lacio, está peinado hacia atrás, salvo un único mechón rebelde que consigue escaparse de lado. La frente, lisa y enorme, se prolonga por medio de unas entradas prematuras; la cara, afilada y larga, con las mejillas hundidas, pone todavía más en evidencia la comisura abultada de los labios. En medio del largo cuello sobresale la nuez como un solitario peón de ajedrez a punto de coronar. El pecho queda hundido sobre los pulmones castigados por la tisis, pero la figura resulta esbelta y ladeada, acentuando aún más una talla en aquel entonces nada común. Y por encima de todo el cuadro resalta con claridad una mirada dura, casi cruel, como la del autor dispuesto a retratar un mundo en el que la piedad murió, hace ya tiempo, de frío y de soledad. Es el lector de Nietzsche por parte de padre y de Byron por parte de madre, como corresponde. Es el prófugo que recorre las calles recién regadas de la gran ciudad, cuando amanece, con la tos perdiéndose en la bufanda. Es el Camilo José Cela actor de El sótano y de Facultad de Letras, el novelista de Pabellón de reposo, el poeta de Pisando la dudosa luz del día, aquél que compone el gesto exacto de quien adivina que el destino le ha tocado ya en el hombro, pero todavía no sabe con qué intención.
Cuarenta o cincuenta años más tarde todo ha cambiado y, sin embargo, el retrato sigue siendo válido. Los kilos de más, la papada, la mirada dulce de quien no necesita darse ya ánimos, el pelo escaso y la frente cruzada por un mar de arrugas producen una misma y sorprendente sensación. Camilo José Cela, como Dorian Gray, contó con un pacto con el diablo: todo seguiría igual mientras la mano que sujetaba con dedos deformes una pluma estilográfica, siempre vacía en su continuo camino desde el papel al tintero y vuelta atrás, no parase nunca de llenar cuartilla tras cuartilla con la letra minúscula del cuidadoso y aplicado amanuense. Quien pretenda conocerle de verdad tendrá que leer sus libros: estas páginas de ahora le sobran. Al fin y al cabo, sólo hablan del Camilo José Cela hecho, ¡qué vulgaridad!, a la postre de carne mortal.