Llegada a Estocolmo

Llegamos a Estocolmo a mediados de diciembre, con la cabeza llena de interrogantes que una circular del ministerio sueco de Asuntos Exteriores, en castellano perfecto, se encargó de contestar en parte. Cada galardonado disponía de un funcionario a su servicio y a mi padre, por aquellas casualidades que reserva la vida, le asignaron a Linda Corugedo-Sternberg, mujer de Víctor Corugedo, primo nada menos que de Fernando Corugedo, el secretario de mi padre durante los últimos tiempos mallorquines. La circular describía con nórdica meticulosidad todos los pasos a dar entre el 6 de diciembre y el 10, día de la ceremonia, aunque las normas se prolongaban hasta el día 13. Se conoce que era ése el límite previsto de la paciencia de los organizadores.

Estocolmo recibió a su nuevo premio Nobel con curiosidad primero, miedo luego y, por fin, alivio y encanto. Las novelas más importantes de CJC (La familia de Pascual Duarte, San Camilo, 1936) estaban traducidas al sueco desde tiempo atrás pero el editor de los libros de mi padre, Kjele Peterson, me confesó que de La colmena, título con el que se inauguró la casa Atlantis, se habían vendido sólo diecinueve ejemplares. El panorama cambió por completo a raíz del premio. Mazurca para dos muertos, publicada después de tres años de difícil traducción, agotó diez mil ejemplares en poco tiempo. Quizá la manera de tratar a la figura del escritor español en los diarios suecos, casi como si se tratase de un personaje de fábula, contribuyó al éxito aunque fuese tarde.

Ese fervor generó también expectativas no satisfechas. Estocolmo aguardaba la llegada de un autor tremendo, disfrazado de revolucionario de los de antes de Marcuse, y se encontró con un señor que jamás aparecía en público sin corbata, sombrero y abrigo oscuro, con alguien como sacado de los armarios de la embajada. Por fortuna la tropa de acompañamiento de Cela puso las cosas en su sitio muy pronto, para alivio de quienes creían que se había premiado a un escritor equivocado. Los corresponsales venidos de España tomaron por asalto el Grand Hotel de Estocolmo, residencia oficial de los premiados. Se trata de un edificio enorme volcado sobre uno de los numerosos brazos de mar de la ciudad y, en sus salones de un cuidadosísimo y recargado clasicismo, se celebraba cada día la ceremonia de la desesperación. En el Grand Hotel, entrando y saliendo de la habitación 468 —non smoking—, fui testigo directo del drama. Allí no pasaba nada que los cronistas pudiesen narrar, ni aparecía nadie que mereciese el gastar el negativo de una foto. Como, rendido por el tedio, siempre había algún reportero que disparaba su flash sobre el hijo de un cuñado de un primo hermano de Cela, hacia allá acudía la nube de periodistas en busca de la noticia. Luego volvían a la languidez de los sofás inmensos. Fuera, entretanto, nevaba, y el cielo se oscurecía aún más convirtiendo el poco día en penumbra. Momentos así hicieron caer a Poe en el opio pero, en Estocolmo, apenas había más alivio que el del Aquavit al que echar mano. Un crimen pasional, o incluso una pequeña historia de celos, hubiese arreglado algo la monotonía de los actos oficiales y los discursos.

Cela, mi padre
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