Américo Castro

A ese primer y entrañable amigo sucedieron luego muchos otros. Algunos se quedaban sólo un par de días en casa; otros acabaron siendo en la práctica de la familia. Durante todo mi exilio madrileño era siempre emocionante llegar a casa y ver quién estaba ocupando la habitación de huéspedes. Supongo que me perdí muchos de los más notables, pero guardo especial recuerdo de tres de aquellos con los que llegué a coincidir: Américo Castro, Miguel Ángel Asturias y Ramón J. Sender.

Vayamos antes con unas breves y necesarias precisiones acerca de la relación que mantenía CJC con sus invitados más ilustres. La mayor parte de la gente cree que las charlas entre dos grandes figuras de la novela, o de la poesía, transcurre siempre por los cauces de la alta teoría literaria, por algo así como un improvisado seminario en el que se examinan con detalle crítico y firme pasión los entresijos de la labor creativa, las ventajas y desventajas del uso de la metáfora, la rima consonante en los versos dodecasílabos y hasta el retruécano como medio útil para intrigar al lector. Nada más equivocado. Las conversaciones entre inmortales suelen discurrir con idénticos tópicos e iguales latiguillos que los que aparecerían si se tratase de dos antiguos amigos sin mayores cualificaciones. Esto es del todo cierto, al menos, si uno de los interlocutores era CJC; el escritor odiaba hablar de sus libros y mucho más todavía discutir acerca de la literatura en general. Cuando surgía el tema, cosa nada difícil ante un auditorio interesado, mi padre recurría enseguida a alguna broma que cortaba de raíz la posibilidad de seguir por esas vías. Nunca asistí a sus clases de doctorado en el departamento de Literatura Española de Palma de Mallorca (de las que luego se ofrecerá más detalle), pero me imagino lo extrañados que se quedarían sus alumnos al comparar esas lecciones magistrales con las que estaban acostumbrados a recibir.

Volvamos atrás, a cualquiera de esos encuentros gloriosos. El primer día del encuentro de CJC y su ilustre invitado transcurre alrededor del recuerdo de las peripecias comunes: se cambian nuevas noticias y se refrescan viejas y añoradas historias. Al día siguiente abundan los «¡Bueno, bueno...!», «Qué cosas, ¿no?» y «Quién lo iba a decir». Durante el tercer día CJC se mete de nuevo en su despacho, a trabajar; el muy ilustre invitado se pasea por el jardín, o se acerca a la ciudad de compras, o se queda leyendo en su habitación. Las ceremonias sociales han terminado. Durante un tiempo los demás habitantes de la casa andamos un poco incómodos, como al acecho del ilustre desocupado, pero pronto se restablece el orden. Un recurso muy utilizado es el de llevar al ilustre a ver la isla (Valldemossa, Deiá, Soller, con parada —optativa— en un taller de vidrio soplado y visita —obligatoria— a la celda de Chopin), o tentarle, si es verano, con las grandes ventajas de la playa.

Algunos de los ilustres invitados, como don Américo Castro, se sabían muy bien sabido el guion de la visita porque volvían a casa de mi padre año tras año. Don Américo, cuando lo conocí, era un venerable anciano de bigote y cabello de un blanco herido por el sol de California. Aunque se había jubilado ya como profesor, seguía viviendo en La Jolla durante todo el año, pero solía venir a España muy a menudo y se pasaba, no pocas veces, unos días en la casa de CJC. Su aspecto, su fama y su carácter, tan agrio y ceñudo como en sus mejores épocas, obligaban a no apearle nunca el tratamiento; como don Américo lo recordaré siempre. Su mayor pasión era la de nadar en la playa, pese a que cuando venía era en primavera, es decir, en la época en que el agua está más fría; mucho más tarde, cuando tuve ocasión de bañarme en el Pacífico en medio de alguna que otra foca, cerca de San Diego, comprendí por qué la temperatura invernal de las aguas del Mediterráneo le resultaba tan atractiva a don Américo.

Lo mejor de Américo Castro era la capacidad que tenía de imponer sus ideas ante quien fuese, incluyendo entre los posibles contrincantes al propio CJC. Era todo un espectáculo contemplar a mi padre y don Américo metidos en plena pelea por los motivos más nimios. Se trataba, claro es, de un enfrentamiento según los cánones más clásicos de la educación anglosajona, heredada en el caso de CJC y adquirida, por lo que hace a don Américo, durante su destierro. El viejo y gruñón profesor y el joven y tremendo novelista eran muy amigos, pero después de la inevitable disputa del segundo día terminaban por estar sin dirigirse la palabra durante casi una semana. Luego se iba don Américo y al año siguiente, cuando volvía, comenzaba de nuevo todo el ritual. Como dato de excepción habrá que apuntar que esas discusiones alcanzaban materias no domésticas. A don Américo le encantaba hablar de los judíos, los moros y los cristianos; no es difícil adivinar que el tema de conversación estaba servido.

Cela, mi padre
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