Crónica de un colegial no del todo bien visto
Quizá sea éste el mejor momento para entrar en un asunto que, aunque algo cruel y doloroso para mí, no puede hurtarse al propósito de un libro que se pretende veraz. En un par de ocasiones he insinuado los temores que albergaba mi padre acerca de mis escasas luces. Convendría advertir que no se trataba de una manía, ni de ninguna extraña obsesión: Camilo José Cela padre contaba, por desgracia para él, con algunas evidencias acerca de Camilo José Cela hijo que no contribuían a hacerle feliz en modo alguno.
Cerca de Ríos Rosas, en la parte alta de la calle de Serrano, queda el Instituto Ramiro de Maeztu, que fue donde cursé mis primeros estudios. Se trataba en aquel entonces de un colegio con cierta fama en cuanto a sus virtudes docentes; luego ganó mayor notoriedad todavía como cantera de un equipo de baloncesto que fundó, entre otros, mi tío José Luis. El equipo debía llamarse también Ramiro de Maeztu, pero los jerarcas del régimen encontraron que era poco serio eso de unos deportistas amparados en el prócer y acabó con el nombre, que todavía guarda, de Estudiantes. La vocación deportiva debía insinuarse ya cuando me llevaron allí, porque lo único que recuerdo de aquel instituto son las clases de gimnasia, en las que formábamos todos en largas hileras para hacer luego ejercicios a la voz de mando del profesor. A mí esas manifestaciones de compás y armonía me daban muchísima vergüenza y, cuando había que dar un paso a la derecha, o la media vuelta, me quedaba quieto en mi sitio, con la idea de pasar inadvertido y procurando no molestar. Pero sin que yo pudiera explicarme el porqué, ese alarde de modestia ponía fuera de sí al profesor que daba las órdenes; una y otra vez se acercaba corriendo a preguntarme si es que no había entendido lo que tenía que hacer. Yo le contestaba que sí, que lo había entendido muy bien, cosa que era del todo cierta y, tina vez apaciguado, el profesor empezaba de nuevo el ejercicio. Al seguir yo inmóvil, se ponía a berrear. Del Ramiro de Maeztu me echaron a los pocos meses y ni siquiera tuvieron el buen gusto de disimular el motivo de tan drástica decisión. El director llamó a mi padre y le explicó con harta claridad, sin más, que lo que pasaba es que hay niños listos y niños tontos y aquél era un colegio para niños tirando a normales. Cuando le contó mis problemas con la gimnasia, mi padre se quedó más preocupado aún y durante varios días me sometió a rigurosos interrogatorios que seguían siempre, con alguna que otra variante, el mismo guion.
—Pero bueno, ¿tú no oías las órdenes del profesor?
—Sí, sí que las oía.
—¿Y entendías lo que había que hacer?
—Hombre, claro. Si era muy sencillo. ¡Un paso a la izquierda!, y das un paso a la izquierda. ¡Medía vuelta!, y te das la vuelta...
CJC, a esas alturas, se aplastaba el pelo con la mano, nervioso, y bizqueaba un poco y todo.
—A ver, niño, da la media vuelta.
Yo me ponía firme, con las manos pegadas al cuerpo, y me daba la media vuelta, con poca técnica, cierto es, pero gran rapidez y aplicación y conservando un aire bastante marcial.
—¡No lo entiendo! Pues si sabías lo que tenías que hacer, ¿por qué no te dabas la media vuelta, o la vuelta entera, o las vueltas que le diera la gana al profesor?
—Es que me daba vergüenza...
Mi sonrisa tímida y complaciente bastaba para que mi padre se rindiese. Sin saber demasiado qué hacer, mantuvo largas conversaciones con mi madre y con mi abuela Camila, a cuya opinión siempre se le dio mucha importancia en la familia. Las dos mujeres coincidían en su diagnóstico.
—Si le daba vergüenza al niño, ¿por qué iba a darse la vuelta? ¡Faltaría más!