Ríos Rosas 54
Al poco de nacer yo, Charo y Camilo José se trasladaron desde la calle de Alcalá, cerca de Ventas, a un piso nuevo y más moderno, en Ríos Rosas 54. El motivo del traslado fue imperioso: mis padres debían pagar por la casa de Alcalá una renta de doscientas cincuenta pesetas al mes que estaba por completo fuera de sus posibilidades, así que decidieron mudarse a una casa de mil quinientas pesetas de alquiler mensual, en la seguridad de que los caseros estarían acostumbrados a tratar con gente de posibles y se mostrarían en consecuencia mucho más liberales y comprensivos. No sé cómo se las arreglaron, pero mi padre presumía de haber pagado el alquiler casi todos los meses.
Era una casa recién construida, en la zona de expansión de Madrid, justo enfrente de los solares en los que estaban construyendo los Nuevos Ministerios y cerca de la avenida que recibiría luego el obligado nombre de Generalísimo para acabar, mucho más tarde, siendo sólo la prolongación del Paseo de la Castellana. La casa hubiera sido descrita por cualquier agente inmobiliario actual como «de alto standing», es decir, con garaje (inútil para la gran mayoría de los inquilinos), dos entradas, dos escaleras y dos porterías. Había un bar justo al lado de la puerta al que el dueño, en un alarde de ingenio, había llamado Pon Café, y también una peluquería y una tienda de ultramarinos en la que el aceite del cupón de racionamiento lo daban envuelto en papel de estraza, habida cuenta de su consistencia. Pero no adelantemos noticias.
Como decía antes, ni la situación económica de la familia ni el incremento de su número justificaban la mudanza, pero tampoco es cosa de andar buscando motivos razonables a cada paso.
De Alcalá 185 no recuerdo casi nada. La casa estaba cerca de la plaza de Manuel Becerra, más conocida como «Plaza de la Alegría» porque en ella se despedían los duelos de los entierros, y tenía justo enfrente una tienda de comestibles con el muy republicano nombre de El sol sale para todos. De Ríos Rosas 54 sí que guardo memoria de bastantes detalles. Recuerdo muy bien, por ejemplo, los jardines del Instituto Italiano que se veían desde todos los ventanales del frente de la casa y componían un calendario que cambiaba de color en cada estación: blanco luminoso, que se iba ensuciando poco a poco con el juego de los niños y el paso de los coches, en invierno; verde pálido cuando brotaban las hojas de los álamos; rojo llameante que daba paso a un marrón oscuro a medida que iba pasando el otoño. En verano nunca me asomaba a la ventana: estábamos en Ávila, o en Cebreros, o en la sierra de Madrid. Mis padres siempre llevaron la miseria económica con mucha dignidad.
Cerca de Ríos Rosas, al otro lado de la avenida en construcción, estaba el Museo de Ciencias Naturales al que Charo y Camilo José me llevaban a menudo para tratar de desasnarme. Mi padre me explicaba allí los misterios de la naturaleza, un poco de memoria y sin pararse demasiado a comprobar la veracidad de los detalles. El museo estaba lleno de lugares inquietantes y mágicos tesoros: vitrinas repletas de fósiles redondos como enormes monedas de piedra gris; una sala grande en medio de la cual se alzaba el elefante disecado, con unos colmillos blancos de pasta, la trompa al aire y la mirada furibunda de quien está listo para el ataque; un oscuro rincón con un tigre un poco apolillado y mustio, pero que conservaba todavía saliéndole del paladar de cartón rojo unos feroces colmillos a los que daba mucho miedo mirar; una garita de madera en la que el portero, vestido con un raído uniforme azul en el que se adivinaban los restos de los galones en las bocamangas, dormía siempre con la silla apoyada en equilibrio contra la pared. Pero lo más emocionante de todo era un león vivo que languidecía, encerrado en una jaula bastante pequeña de barrotes medio comidos por el óxido, fuera del edificio, en la parte lateral que daba a los fríos de la sierra, A pesar de sus achaques y de su enorme aburrimiento el león se las arreglaba para componer una figura un tanto altiva cuando los niños nos atrevíamos a acercarnos, guardando las distancias y con mucho respeto. Al caer la noche el león lanzaba unos melancólicos rugidos que se oían muy bien desde nuestro piso.