Dos mundos diferentes
Cercedilla estaba llena de encantos para un niño: las zarzamoras madurando día a día a medida que iba avanzando el verano; el rocío que formaba gotas pequeñísimas en cada una de las hojas de la yerbabuena; los estanques cubiertos de nenúfares en los que, con muchísima paciencia, sin mover un solo músculo, podías lograr que se te acabara subiendo una rana a la mano; las paredes de mampostería que separaban las fincas, llenas de huecos de los que, de vez en vez, asomaba un alacrán; el cauce del torrente, tan seco como la cubierta de un bote varado en tierra y lleno de cantos redondos, pulidos y blanquísimos, igual que unas esferas de alabastro acabadas de tallar; las tiendas del pueblo, con las pegajosas tiras de papel matamoscas colgando del techo cubiertas, a guisa de trofeos, de cadáveres de insectos; el estanco en el que vendían manojos de petardos, cerillas, mechas de cordón grueso y, en general, todo lo que me estaba prohibido; la barbería, con la puerta protegida por un cortinaje de piezas metálicas que, una vez desmontadas, servían muy bien de munición para los tirachinas. Yo no podía comprender por qué los mayores eran incapaces de apreciar todos esos encantos y daban, en cambio, mucha importancia a verdaderas tonterías. Mi padre, por ejemplo, hablaba siempre con arrobo de los nombres de las montañas de los alrededores: la Mujer Muerta, los Siete Picos... Lugares que obligaban a dar unas caminatas interminables sólo para acercarse a ellos. Pero Camilo José Cela parecía tener una verdadera obsesión por los paseos fatigosos en busca de sitios y gentes, por hablar con los campesinos, los vaqueros, los vagabundos y los mendigos e ir apuntando en un cuaderno de tapas negras y hojas cuadriculadas los apodos, los refranes, las canciones y los nombres de los arroyos y las peñas. Puede que en realidad viviéramos en dos mundos diferentes: uno de animales y cosas diminutas; el botón amarillo del centro de las margaritas, el vuelo de las libélulas sobre las charcas, el suave rastro que dejan por la noche los gusanos de luz. Otro de asuntos graves y difíciles; el parto de una muchacha a la que sacaron de su casa, los tejados medio derruidos de las cabañas de la colina, el estertor del viejo que se muere en la penumbra, iluminado apenas por la temblorosa luz de un quinqué. Algunas veces mi padre me cogía de la mano al pasear y entonces, durante un momento, los dos mundos se fundían en uno solo. Me daba un poco de miedo asomarme al que quedaba por el lado de más allá.