Las gentes de la revista

La crónica de Papeles sería torpe e injusta si no tuviéramos en cuenta a las personas que la llevaron. Algunas de ellas, al menos. El alma de la revista era, por supuesto, el propio CJC; a él se debió tanto la respuesta masiva de los colaboradores como el celo insólito de las suscripciones. Pero con cierta frecuencia (muy de vez en vez al principio, aunque más a menudo con el paso de los años), CJC estaba fuera, de viaje, o se dedicaba a otros menesteres; la revista quedaba entonces en las exclusivas manos de quienes dedicaron ilusión, cariño y fe a Papeles sin obtener nada demasiado notorio como contrapartida salvo el hecho, un tanto milagroso en sí mismo, de verla salir con mayor o menor puntualidad cada mes. Algunos de esos abnegados valedores de Papeles de Son Armadans, como Fernando Sánchez Monge, sobre quien caían todas las tareas emparentadas con las suscripciones, los envíos, la publicidad, las librerías y los proveedores, estuvieron en la revista desde el principio al final. Otros duraron menos: Baltasar Porcel fue el más ilustre de los que se ocuparon de manera breve de ella. Capítulo aparte merece el administrador, Miguel Nicolau, que se maravillaba día a día ante los sistemas contables, un tanto surrealistas, utilizados por CJC. Y, claro es, restan los secretarios, o subdirectores, que de las dos formas se conoció a quien ocupaba el cargo de segundo de a bordo.

La revista, según proclamaba su cabecera, estaba «dirigida por Camilo José Cela», pero siempre hubo alguien para echarle una mano en el manejo (relativo) de los originales, la lidia con la correspondencia y el control (férreo) de la imprenta. Durante las ausencias de mi padre, que, tal como se ha dicho, fueron haciéndose más y más largas cada vez, el secretario se convertía, de hecho, en un director accidental y su huella era visible con claridad tanto en el contenido literario de la revista como en el combate mantenido con la imprenta para sacarla sin demasiados días de retraso. Primero fue Pepe Caballero Bonald, una especie de segundo padre con el que me encontré en mi adolescencia. Caballero Bonald hacía ya de secretario de CJC en Madrid, años antes de que apareciese Papeles. Una vez en Bosque 1, inauguró el cargo. Luego vinieron, aunque quizá equivoque el orden ya que cito de memoria, Josep Ma Llompart, mi tío Jorge Cela Trulock, Sergio Vilar, Antonio Fernández Molina, Juan Benito Argüelles y Fernando Corugedo. Hasta yo mismo me encargué durante un tiempo de Papeles; ¿adivinan cuándo? Sí, lo han acertado: cuando la revista tuvo que cerrar.

Los sucesivos secretarios de Papeles fueron gente de distinto carácter y disposición, pero llevada toda ella de un mismo amor por la literatura como único motivo para justificar un trabajo tan esclavo y poco gratificante. Papeles fue siempre una aventura capaz de atrapar los corazones; quizá por eso aguantó tantos años como la revista literaria un poco por antonomasia de las que salían en nuestro país, que tampoco eran tantas. Entre un ser emotivo y tierno, como mi tío Jorge y otro cerebral y gélido, como Sergio Vilar, pocos rasgos comunes cabría hallar. Pero los dos fueron parte de una misma y muy parecida epopeya y me atrevo a suponer que ambos dieron por buenas las angustias y los sudores que se dejaron en ese camino.

Me incorporé a Papeles en la última época, que podría titularse como «la de las novedades». La primera novedad de todas fue la del trabajo en equipo, tan de moda en aquel entonces: Fernando Corugedo y yo nos repartíamos las tareas de la redacción. También fue novedoso el cambiar de imprenta; después de tantos años utilizando la palmesana Mossen Alcover los costes acabaron por imponer su ley. Otra relativa novedad la constituyó el que, a la sombra de Papeles, pretendiéramos organizar una colección de libros. La revista ya había tenido sus actividades editoriales, de las que se dirá algo más tarde, pero siempre a salto de mata y como acontecimiento excepcional.

Nosotros, con la colección Azanca, pretendimos dar a las publicaciones no periódicas una cierta continuidad. Sacamos cuatro o cinco libros que aún me atrevería a calificar de importantes: un ensayo, Etnología y utopía, de Gustavo Bueno; una novela, Las últimas palabras de Dutch Schultz, primicia absoluta de William Burroughs en España; una narración corta, Pequeña y vieja historía marroquí, de Max Aub y una colección de cuentos, Trece veces trece, de Gonzalo Suárez, más conocido ahora (y quizá también entonces) como director de cine. Guardo de la época de Papeles y de la colección Azanca recuerdos vagos pero gratificantes. Puede que el más fácil de verter en un libro como éste sea la carta que le pedí a Max Aub para prologar su Pequeña y vieja historia; una carta en la que me contase por qué un ilustre exiliado como él había aceptado publicar en Papeles, revista editada, al fin y al cabo, en la España que él tuvo que abandonar. La reproduzco con toda fidelidad:

¿Por qué colaboré en Papeles de Son Armadans? Porque es la revista de su padre.

Yo quería (quiero) publicar en España. Lo malo, en 1950, era saber dónde. Insula, bien (y sigo), ¿Índice? De mi colaboración en esa revista tendría algo que decir, pero su director no quiere y menos poner los puntos sobre las íes, y soy bastante mirado en eso de la ortografía y preferí darme por enterado.

La Revista de Occidente, Cuadernos Hispanoamericanos me ignoran, ellos sabrán por qué.

No soy sectario; nunca envié página que no pudiera publicarse o a lo sumo con una supresión insignificante si el burócrata se levantaba de peor humor el martes que el lunes.

Como no soy sociólogo he colaborado únicamente de muy tarde en muy tarde en Cuadernos para el diálogo. Como no soy poeta, propiamente dicho, y sólo envié una vez versos a Álamo y como, por encima de todo, soy amigo de mis amigos, también colaboro con el Urogallo.

Siento no poder hacerlo en revistas de gran circulación, pero comprendo que no íbamos a estar de acuerdo en los temas a tratar. A veces he dicho algunas verdades, lo que me lleva a suponer que colaboré en Papeles porque nunca quise dar mi brazo a torcer, y lo cierto es que no lo intentaron siquiera. De ahí mi feroz agradecimiento.

Sólo estuve en Mallorca una vez —y una semana— debe hacer como cincuenta años; pero me acuerdo como si fuese mañana; tal como Papeles ha mantenido, durante décadas, la imagen de una España que sólo existe en nuestro pasado y en nuestro porvenir.

Nunca creo haber y haberme aprovechado tanto de una amistad y de una hoyanca.

Max Aub.

El libro de Aub se publicó en el año 1971 con una única corrección de las que él llamaba menores. La censura no aceptó que el generalísimo Franco saliera en el texto de su Pequeña y vieja historia marroquí tal como el autor lo describía y hubo que eliminar el párrafo en cuestión. Qué poco se imaginaba el malhumorado burócrata de entonces lo pequeña y vieja que iba a resultar, al cabo de muy pocos años, su propia y miserable historia.

Cela, mi padre
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