El pueblo de Cebreros

Cebreros era un pueblo agrícola. Todos los pueblos de la España de esa época eran, como se decía entonces, eminentemente agrícolas, pero Cebreros había ganado cierta fama dentro de la provincia de Ávila por sus viñedos. No fue ninguna pasión campesina, sin embargo, la que llevó a la familia hasta allí. Camilo José Cela tenía en Cebreros un conocido, el médico Mariano Moreno, y mis padres se animaron a probar fortuna veraniega aprovechando que otro de sus amigos, el dentista Óscar Bernat, les prestaba su casa. La amistad entre los Moreno y mis padres llegó a ser luego de las de toda la vida, pero en sus inicios hubo algún que otro malentendido. Nada más aterrizados en Cebreros, Charo y Camilo José decidieron introducirme en sociedad dando una fiesta por mi santo y, con tal motivo, mi padre hizo unas hojas que anunciaban algo así como «la presentación de Camilo José Cela Conde, nuevo en esta plaza». Pero San Camilo caía el 18 de julio (el día del Glorioso Alzamiento Nacional, por si hay algún lector novel que no lo sepa) y Mariano Moreno, que era republicano, se negó a acudir al festejo. Envió a su mujer, Rosa, y a su hija mayor, María Elvira, en misión de descubierta. Los Moreno, en Madrid, vivían muy cerca de la casa de mis padres y, entre Ríos Rosas y Cebreros, se convirtieron en sus amigos inseparables hasta la marcha de Camilo José y Charo a Mallorca y aun después; María Elvira llegó incluso a trabajar con CJC en Palma. Se conoce que los informes de la fiesta fueron favorables.

Cebreros tenía tres bancos y, lo que todavía sorprende más, cuatro médicos y un par de farmacias. Pero en todo el pueblo existían sólo dos retretes y ninguno de ellos estaba en nuestra casa. Tampoco había agua corriente en lugar alguno, así que la abundancia de boticarios y cirujanos estaba bastante justificada. Aunque, la verdad sea dicha, la selección natural debía haber hecho maravillas con la raza en aquellos tiempos. Durante las fiestas del pueblo, por ejemplo, se vendían quisquillas traídas a lomos de mula, en grandes cajas, con algunos cristales de sal por encima, desde Santander. La gente se las comía sin mayores remilgos, pero no recuerdo que se diera en Cebreros ninguna epidemia digna de mención. Quizá las moscas servían de vacuna, o puede que los bacilos, al tragar polvo día y noche, quedasen un tanto maltrechos y sin ganas de marear.

Cela, mi padre
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