La casa de La Bonanova
No fue el automóvil, con la llegada del 600 y el Hillman más tarde, el único signo externo de bienestar de la familia. Desde el punto de vista literario, la publicación de La catira marcó una frontera en la obra de Camilo José Cela: era la última novela que iba a publicar en mucho tiempo. Pero su pluma estilográfica vieja y gastada no iba a quedarse quieta. Siguieron los recorridos por España, como el Primer viaje andaluz, y los cuentos que, por aquello de la preceptiva literaria, se consideran «obra menor» y yo tengo por magníficas muestras del mundo de CJC, como Los viejos amigos, o Tobogán de hambrientos. Muchas de esas obras se publicaron en forma de folletón, por entregas, en ABC, en Sábado Gráfico y en Destino. La fórmula, que dejaba intactas las posibilidades de una edición normal posterior en forma de libro, debía ser muy rentable, porque en el año 1962, instalado todavía en su atalaya sobre el puerto de Palma de la calle de José Villalonga, Camilo José Cela decidió construirse una casa nueva en Mallorca.
No iba a ser, desde luego, una casa cualquiera. Nada de estilos pseudolocales, ni de comodidades ficticias, ni de lujos estúpidos. Ni que pensar en columnas dóricas y mármoles en el recibidor; la casa tenía que ser un instrumento de trabajo. Lo que sucede es que no todo el mundo tiene la misma idea de las herramientas y, al final, CJC acabó haciéndose un chalé de casi novecientos metros cuadrados. Pero no adelantemos noticias; lo primero era dar con el lugar apropiado. Un sitio que estuviera fuera de la ciudad pero bastante cerca de ella, lo menos tumultuoso posible y, por supuesto, dominando la bahía de Palma, con vistas hacia la mar. Marichu y Eugenio Suárez, que tenían una casa en el barrio palmesano de La Bonanova, les hablaron a mis padres de un hermoso terreno que estaba a la venta en la calle de Francisco Vidal. CJC mandó a su hermano Jorge y a Charo en misión de descubierta y los informes resultaron favorables. Fue así como La Bonanova, una mezcla de lugar de veraneo de los de antes de la guerra y de caserío a la sombra de la ermita que le daba nombre, con sus espléndidas vistas sobre Illetas, situada a la espalda del bosque de Bellver y muy cerca de Genova y de la casa de Joan Miró de Son Abrines, iba a tener entre sus vecinos a Camilo José Cela.
Los planos de la nueva casa los dibujaron, al alimón, Molezún y Corrales. Contra todo lo esperado, el escritor resultó ser el cliente ideal de un arquitecto: se limitó a suministrar, por escrito y con harto lujo de detalles, el catálogo de sus necesidades y dio luego carta blanca a los técnicos para que se ocupasen de hacer los planos a su entero gusto. Cierto es que la lista de exigencias de CJC imponía no pocas servidumbres. Era necesario que la casa pudiera albergar librerías suficientes para veinte o treinta mil volúmenes, que el despacho del escritor íbera amplio y diáfano, que cupiese entera la redacción de los Papeles de Son Armadans, que hubiera un cuarto de baño en cada dormitorio, que la intimidad y el silencio estuviesen garantizados por completo y que no se pensase siquiera en poner una piscina (los mármoles y demás abalorios de moda habían sido ya proscritos, de entrada, por los propios arquitectos). Molezún y Corrales optaron por una casa muy grande —para asegurar el espacio necesario— con unas enormes terrazas cubiertas de plantas —para evitar la sensación de agobio en un solar no demasiado grande— y llena de soluciones originales. Tan originales que el constructor encargado de hacer la estructura quebró después de levantar y volver a tirar dos o tres veces la primera planta.
La casa de CJC de La Bonanova fue fotografiada y reproducida en numerosas revistas de arquitectura, como símbolo de un estilo que se adelantó en varias décadas a lo que luego sería tenido por excelso. Aun cuando la última piedra se puso en el año 1964, todavía llama la atención como un edificio «moderno». Es enorme, como ya se ha dicho, pero invisible en la práctica desde la mar: gracias a sus volúmenes repartidos con exquisito equilibrio y a su color oscuro se confunde con los árboles que la rodean. Llena de espacios abiertos y desniveles, con hormigón visto, paredes encaladas, sin enlucir, y madera de su natural color, fue de los primeros edificios que se atrevieron a combinar materiales «bastos» y «nobles». Las baldosas de gres forman el suelo de toda la casa (habitaciones, salas, oficinas, cuartos de baño, cocina y terrazas) sin solución de continuidad y cubren también las paredes allí donde por lo común se utiliza el azulejo. En el piso más alto los arquitectos situaron un estudio de pintor, ante la idea de CJC de volver a sus aficiones plásticas de mozo, pero la habitación terminó, en realidad, como un almacén más de libros, revistas y cuadros. El semisótano, al que se accedía de forma directa desde el comedor, estaba reservado para una pequeña bodega de techo bajo y suelo de cantos rodados que ha acabado siendo uno de los lugares de la casa más aplaudidos por los visitantes.
Era una casa espléndida que pasó por momentos buenos y malos. El peor de todos cuando no pertenecía ya a la familia y se quemó. Su dueño de entonces la había dejado en el abandono y unos mendigos refugiados en ella prendieron fuego para calentarse un poco. Yo vivía no demasiado lejos, también en La Bonanova, y los bomberos me sacaron de madrugada de la cama. Eran ya los años oscuros. Ver la casa ardiendo en medio de la noche y sin poder hacer nada por evitarlo tuvo un punto de símbolo amargo para mí. Además de los libros, las revistas, los cuadros y los documentos que mi madre había dejado en la casa con la idea, vana al cabo, de que se constituyera una especie de fundación-museo dedicado a recordar los muchos años de CJC en Mallorca, lo que se quemaba allí era una parte importante de mi vida. Supongo que existen finales mucho menos wagnerianos.