Los vecinos: César González Ruano

De Ríos Rosas 54 recuerdo también a los vecinos. Por aquel entonces yo creía que todas las casas de vecinos eran así, como la nuestra; luego, pasado el tiempo, sólo he acertado a ver algo parecido en la obra de Ionesco.

Camilo José Cela se había mudado a un piso que daba, pared con pared, con el de César González Ruano y, techo con suelo, con la casa del pintor Manuel Viola. Tuve muy pocas oportunidades de hacer lo que se diría «vida social» con ellos; al fin y al cabo yo era un mocoso que apenas había dejado de gatear. Pero lo que se veía allí era fascinante hasta comparándolo con nuestra propia casa; no es raro que lo recuerde.

César González Ruano y mi padre se conocieron en Barcelona, según cuenta el primero en un folletón de sus memorias que publicó en El Alcázar allá por los años cincuenta. Un amigo común, Juan Ramón Masoliver, les presentó en las Ramblas, avanzada la noche, en una ocasión en que mi padre había ido a dar una conferencia allí poco antes de mi nacimiento. Se cayeron muy bien y al año siguiente César González Ruano estuvo en la casa de Alcalá 185 una temporada. Luego, ya en Ríos Rosas, la amistad no hizo sino crecer.

César González Ruano fue todo un personaje. Recién llegado del extranjero, de Berlín y Roma, donde había sido corresponsal de guerra para el ABC, siempre atildado, con un bigotito finísimo que le subrayaba de lado a lado el labio, las manos de continuo cuidadas por la manicura, el pelo engominado y aires del marqués que llevó toda la vida en el fondo de su corazón, era el periodista por antonomasia en el lumpen de los colaboradores de la prensa madrileña de los años que siguieron a la Guerra Civil, Allá por los años veinte, cuando empezó su carrera dispuesto a comerse a los niños crudos, decidió dar un golpe de efecto de una vez por todas y leyó una conferencia en el Ateneo poniendo a El Quijote a parir panteras, pero lo único que consiguió fue un suelto pequeñito en La Voz bajo el título de «Al señor González no le gusta Cervantes». Pese al revés, sus artículos eran muy buenos, de una calidad literaria que no abunda en el periodismo de hoy, y acabaron por imponerse. César fue en aquella época el gran cronista de Madrid. Colaboraba en el Arriba, como los elegidos, pero eso no bastaba para costear su ritmo de vida. Aunque, la verdad sea dicha, nada en aquel entonces, salvo el estraperlo o el Glorioso Movimiento Nacional, podía costear ni la vida de un fraile cartujo. Pero César González Ruano no estaba dispuesto a bajar la guardia. César y Mary, su mujer, (pronúnciese Mery) disponían de criado para servir la mesa aun cuando rara vez hubiera en ella gran cosa que comer. Como el resto de los escritores, periodistas y poetas de Madrid, César vivía de sus colaboraciones, de los cafés a los que le invitaban, con bollo incluido algunas veces, los amigos pudientes, y de algún que otro ocasional sablazo. La familia también contribuía, por lo general, de tanto en cuanto, y la madre de César no era ninguna excepción. Una vez les prestó una verdadera fortuna (mil pesetas de las de entonces) para desempeñar las joyas de Mary y pagar el alquiler pendiente y ese día fue memorable en la casa de nuestros vecinos. César invirtió el capital en marisco para todos los amigos y en comprar un cocodrilo disecado la mar de elegante, barnizado y todo, que desde luego a mí me hubiera hecho feliz.

En una ocasión mi padre y Pepe Pizarro, el director de El Alcázar, vecino también de Ríos Rosas 54, les gastaron a los González Ruano una broma cruel. Cerca del café El Europeo, que sirvió de escenario para La colmena y adonde iban a menudo los tres, había una pescadería en cuyo escaparate vegetaba, supongo que a título de reclamo, una inmensa tortuga de mar. El animal llamaba mucho la atención mientras masticaba poco a poco las almejas e iba contemplando con su mirada fría y arrogante a los curiosos. Una mañana de otoño Pepe Pizarro y mi padre, de punta en blanco, se acercaron a la pescadería y, después de un largo regateo, compraron el animal. Fue el propio hijo del dueño, Paco Campanero, quien se encargó de llevar la tortuga envuelta con gran arte a casa de los González Ruano. Campanero ha recordado hace unos años su odisea en una carta dirigida al director de El Faro Astorgano: el animal no cabía en un taxi y la taquillera del metro de la estación de Bilbao, al ver lo que ocultaba el sospechoso bulto, estuvo a punto de llamar a la policía. Paco Campanero acabó llevando la tortuga en brazos, a pie, hasta la casa de Ríos Rosas.

Los González Ruano se vieron así dueños a la fuerza de una tortuga de mar. Habrían podido comérsela, desde luego, pero en vez de eso la adoptaron. Lo malo es que la tortuga era muy voraz y no se conformaba con cualquier cosa. Tenía una dieta carísima a base de pescadillas y almejas, un menú que no figuraba con demasiada frecuencia en ninguna mesa de aquel entonces. Pero César le tomó cariño al bicho y hasta le dedicó un par de artículos, incluido el de las dolorosas y sentidas nenias cuando el animal por fin se murió.

Las pocas veces en que pude hacer el largo camino que suponía para mí bajar siete pisos, cruzar la entrada del garaje y volver a subir la misma distancia por la otra escalera hasta la casa de César, encontré siempre en el recibidor, como sí se tratase de la sala de espera de un médico o más bien de la antesala de un ministro, varios señores esperando sentados en unas sillas que se alineaban a lo largo de la pared, en el vestíbulo. Eran los acreedores. De vez en cuando el criado salía, muy digno y estirado, para dar noticias de lo ocupado que estaba el señor y los esfuerzos que estaba haciendo por lograr un hueco para recibirles. Nunca vi pasar a ninguno de los acreedores a la audiencia, pero puede que tampoco tuvieran ellos muchas esperanzas de conseguirlo.

En una ocasión en la que los González Ruano prendieron fuego al tiro de la chimenea, quemando en ella, supongo, periódicos atrasados, mi padre se adjudicó el emocionante papel de organizador de las tareas de socorro y salvamento. Con voz firme y decidida y fiero gesto daba órdenes para que entre mi madre y la criada taponaran el hueco del hogar con mantas, sábanas y los restos de una alfombra, apuntalando todo el artilugio cortafuegos con dos sillas que le servían de armazón, A pesar de la iniciativa, el humo seguía saliendo por la cabeza del ciervo disecado como si, de pronto, le hubiera dado por fumar. Los pisos, aun con la pared por medio, no compartían la misma escalera, así que había que ponerse a escuchar con la oreja en la pared para saber lo que pasaba en la casa de al lado. El encargado de hacerlo era mi padre, que luego nos traducía las novedades describiendo muy a lo vivo cómo morían los vecinos entre horribles lamentos. Yo me apresuré a tirar por la ventana todos mis tesoros, para salvarlos del seguro sacrificio, y en el barullo perdí un oso de trapo al que tenía gran cariño. Sospecho que se lo quedó un niño del segundo piso, el de la puerta que estaba justo al lado de la Casa Regional de Navarra, que luego llegó a Jefe del Gabinete Técnico de un ministro de la transición. Cuando por fin acudieron los bomberos no rompieron casi nada y me quedé muy decepcionado. César González Ruano, sin embargo, les colmó de elogios y hasta improvisó un discurso acerca del heroísmo, pero no lo pudo terminar porque los hombres aseguraron de inmediato que tenían cierta prisa.

Cela, mi padre
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