El Camilo José Cela periodista

Por la época en que nací mi padre era colaborador en la prensa, es decir, no tenía ningún trabajo fijo, aunque hacía muy poco tiempo que había dejado su empleo en la oficina de la Vicesecretaría de Educación Popular. La educación popular de entonces consistía en tutelar las ideas mediante la censura previa y mi padre tenía a su cargo, a tales efectos, tres revistas: Farmacia Nueva, El Mensajero del Corazón de Jesús y El Boletín del Colegio de Huérfanos de Ferroviarios. Gran parte de su formación en materias costumbristas debió sacarla sin duda de aquel empleo y del que tuvo luego en la Dirección General de Cinematografía, aunque sólo acertaba a aparecer de vez en cuando por uno u otro lugar. En el año 1949 Gabriel García Espina (tío de un gran amigo de mi padre, Víctor de la Serna), al ser nombrado director general, resolvió la papeleta de tener un empleado que sólo se dejaba ver a salto de mata concediendo a CJC una gratificación a cambio de que no volviera a asomar por los despachos. Era un acuerdo que dejaba satisfechas a todas las partes.

Pero la carrera literaria de mi padre había comenzado, por supuesto, tiempo atrás. Su primera publicación no fue un artículo sobre la Pardo Bazán, como dicen las enciclopedias de literatura, sino las respuestas que escribía para el consultorio sentimental de Y} Revista para la Mujer, de la Sección Femenina, donde cobraba cierto dinero por cada una siempre que diera consejos amables y ponderados. Luego salieron varios cuentos suyos en otra revista de la misma cuadra, Medina; unos cuentos que se deben un poco al azar y bastante a la necesidad. Mi padre quería escribir poemas, pero el mercado de la poesía iba mal entonces (y, ya que estamos, ahora), así que le dijeron que probase con los cuentos cortos. El lector interesado puede encontrarlos reunidos en un libro que se llamó después Esas nubes que pasan.

Camilo José Cela no ganó fama literaria hasta la publicación, en el año 1942, de La familia de Pascual Duarte, un libro sobre— cogedor no tanto por su cacareado tremendismo como por la madurez de estilo de un autor de veintiséis años que se estrenaba como novelista. MÍ padre, que fue siempre un barojiano leal, pretendió que don Pío le prologase la novela pero Baroja, ya mayor y siempre alerta, se negó a hacerlo. Según dijo, el ir a la cárcel le parecía cosa más bien de jóvenes. Ya fuese por culpa de ese miedo o de cualquier otro, el manuscrito recorrió editor tras editor hasta que Aldecoa hijo (por hacerle una cabronada a su padre, según versión de CJC) se decidió a publicarlo: mil quinientos ejemplares que se agotaron en un año.

Ese éxito inicial animó mucho al incipiente escritor pero, por desgracia, no daba para comer todos los días. Saturnino Calleja le había firmado un contrato y le pagaba algo cada mes a cambio de sacar con regularidad una novela, pero mi padre no pudo o no quiso cumplir su parte del contrato y pronto se le acabó la ganga, así que, como ya se ha dicho, colaboraba en los periódicos. En el Arriba de Javier Echarri (el mismo que murió siendo director de La Vanguardia). Dentro de lo que cabe, que no es demasiado, Echarri había hecho del Arriba un diario prestigioso y tirando a liberal donde publicaban Eugenio d’Ors, Ramón Gómez de la Serna, César González Ruano y Eugenio Montes, por poner algunos ejemplos.

Mi padre iba a la redacción del Arriba muy a menudo, aunque no fuera más que un simple colaborador, por varias razones. Porque allí le daban gratis el café y, de vez en cuando, una copa. Porque vigilaba de cerca que le sacasen su artículo semanal en la página buena, la última. Porque en el fondo no tenía nada mejor que hacer y en la redacción estaba entre amigos: Vicente Cebrián (el padre de Juan Luis), Manuel Vázquez Prada (que perdió un dedo en un duelo a sable de los que hacían por entretenerse) y el propio Echarri. En realidad, su sección de los martes, por la que le pagaban de manera generosa (ciento veinticinco pesetas cada colaboración), se debía al sentido de la amistad del director. Muchos años más tarde Javier Echarri le confesaba a un Camilo José Cela ya académico su asombro por lo lejos que había logrado llegar. A él, a Echarri, no le gustaban nada aquellos artículos.

En la época de mi nacimiento Camilo José Cela escribió su Viaje a la Alcarria, La gente suele ver en él el libro más dulce de todos y para su madre, mi abuela Camila, era el único que podía recomendar sin temor a los sobresaltos. Era un libro sorprendente en un autor tachado de tremendista, y no resulta fácil entender por qué vino en ese momento preciso. ¿Habría hecho mella la paternidad en la barrera levantada con gran cuidado por el hosco escritor entre él y el resto del mundo? Puede que ahí esté la clave.

Al principio de Viaje a la Alcarria CJC es un viajero que se acerca a la cuna de su hijo para ver cómo duerme antes de salir de casa. En toda la ingente obra de mí padre es ése el único sitio en el que se me hace mención. Se conoce que, al ser yo tan pequeño, aún no se había hecho una idea clara de su hijo.

Cela, mi padre
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