Anteriormente quedó ya dicho que CJC dedicó bastantes páginas a explicar por qué no se puede decir lo que es una novela. Con las novelas sucede como con la mayoría de los conceptos domésticos, el de rico, pobre, flaco, gordo, calvo o peludo, por ejemplo; resulta imposible marcar un límite que sirva de frontera, así que todo intento de ajustar una novela a un número mínimo de páginas está ya, de antemano, destinado a fracasar. En cuanto al tema, sucede algo parecido. ¿Acaso es menos novela el Ulises que Los hermanos Karamazov? Pero esas sabías palabras no sirven de mucho consuelo cuando en el fondo del alma hay una especie de resquemor, una íntima convicción de que, en realidad, un libro como Tobogán de hambrientos, que mi padre publicó en el año 1962 y fue recogido luego en un tomo de su obra completa que, de manera sospechosa, se titula Los amigos y otra novela, no pasaba de ser un ramillete más o menos amplio de cuentos breves relacionados entre sí.
Después de salir La catira, mi padre pasó por un largo periodo de tiempo en él que la nueva novela que todos sus lectores esperaban, primero con ansiedad y luego con un poquito de morbo, no acababa por decidirse a ver la luz. En ese tiempo Camilo José Cela publicó toda suerte de libros, propios y ajenos, largos y cortos, divertidos y amargos, pero la novela se le escurría año tras año de entre las manos. CJC estaba seguro de que era así, pero aun cuando sospechaba que jamás habría de volver a escribir nada semejante a La colmena, se hubiera dejado torturar antes que reconocerlo en público. La nueva novela era, desde el punto de vista oficial, un proyecto en firme; lo que sucedía era que CJC estaba demasiado ocupado en otras cosas para ponerse a escribirla.
Esas «otras cosas» incluyeron la breve y tumultuosa etapa empresarial de mi padre. El absoluto convencimiento de CJC de que para sacar adelante cualquier proyecto basta con trabajar de firme, unido a sus dotes de organización (ajena, sobre todo), tenía que conducirle pronto o tarde a la aventura empresarial. Aun así, cuesta bastante trabajo entender cómo nadie pensó en un escritor bohemio, anárquico y de genio feroz para encargarle la dirección del Pueblo Español. El Pueblo Español de Palma, al igual que su homónimo de Barcelona, es un barrio en el que están representados los principales edificios del país, con fines de exhibición y explotación turísticas. Pero el de Palma había salido rana: por muchas vueltas que se le dieran, suponía año tras año un desastre económico. Tampoco su anexo, un Palacio de Congresos construido con el estilo propio del régimen de Franco, es decir, todo fachada y hueco volumen sin el menor sentido interior, era capaz de servir para nada. Mi padre quedó encargado, formando equipo con su amigo Joaquín Soler Serrano, de levantar esos dos agonizantes dinosaurios.
Algunas de las ideas que CJC aplicó al Pueblo Español mostraban una intuición empresarial aguda. Sugirió, por ejemplo, hacer del Pueblo algo vivo, con artesanos de todo tipo que residieran y trabajasen allí. Pero muy pronto se aburrió sumergido en un mar de pequeñas dificultades administrativas varias que eran, de hecho, las mismas que habían hecho fracasar anteriores esfuerzos. No tardó en dejarlo.