Los años de la miseria
El mundo del Madrid de entonces lo retrató muy bien Camilo José Cela en La colmena. No le debió costar demasiado trabajo, porque la miseria es una compañera pegajosa y difícil de evitar. Ahora, sin embargo, puede que nos sea más complicado entender su alcance; la picaresca de hoy discurre por otros senderos.
Cuando Camilo José y Charo se casaron, mi madre renunció a su empleo de mecanógrafa en el Sindicato del Metal porque en el mundo de las clases medias no tenía sentido que una mujer casada trabajase. Ni siquiera la de un minúsculo colaborador de la prensa. Como resultado previsible, mis padres andaban siempre a la cuarta pregunta. El día en que yo nací su capital se reducía a siete pesetas entre los dos, pero mantenían una criada y, algo más tarde, una niñera para que cuidase de mí, sin que nadie encontrara absurda la situación. Un florero vacío (al lado del pingüino) servía como hucha improvisada para echar las perras gordas que, más de una vez, sirvieron para ir a la compra. Por fortuna María Hortigüela, la cocinera, había heredado unos dineros de una antigua señora suya y nos prestaba lo necesario para llegar a fin de mes.
Las camisas de mí padre se remendaban una y otra vez, dando la vuelta a los cuellos hasta que el roce los convertía en inservibles; mi madre hacía entonces cuellos nuevos con los faldones. Las chaquetas tenían peor remedio porque, al volverlas del revés, el bolsillo del pecho quedaba al otro lado. Pero al mismo tiempo Camilo José Cela tenía guardados en el armario un chaqué, un frac y un esmoquin. No, la verdad es que no resulta nada fácil entender lo que estaba pasando en el Madrid de la postguerra.
El suministro de alimentos, como todo el mundo sabe, estaba racionado en los tiempos de La Colmena. El aceite, negro y sólido (se rumoreaba que era de coco), se despachaba envuelto en papel de estraza, como ya quedó dicho. El pan, entre grava y serrín, hubiera hecho las delicias de cualquier especialista actual en dietética, de esos que se preocupan siempre por las fibras. Había lujos como el azúcar que, al venderse a un precio loco, daban pie a que se desatase el ingenio del pícaro de turno. Sólo era azúcar la delgada capa de encima; el resto, sal. Al menos en ese aspecto supuse una cierta ventaja para la familia: por cada niño pequeño daban un par de latas de leche condensada, que iban muy bien para los cafés del desayuno. MÍ madre, quizá como contrapartida, o puede que en un arrebato de responsabilidad hacia su retoño, me compraba panecillos blancos y aceite de oliva en el mercado del estraperlo. Luego, al irme a jugar a la calle, yo le cambiaba el espléndido bocadillo al primer amigo que aparecía por otro de pan moreno y aceite negro. Debía darme demasiada vergüenza eso de representar el imposible y falso papel de niño rico del barrio.