Capítulo primero: Madrid

Érase una vez, hace mucho tiempo...

Tengo un problema. Todo el mundo tiene problemas, pero el mío les afecta a ustedes de una manera directa. Debo contarles cómo es Camilo José Cela, por supuesto, pero ¿cuál de ellos? ¿El desgarrado y cruel autor de La familia de Pascual Duarte? ¿El senador real que intentó pulir el texto de la Constitución? ¿El actor de cine? ¿El inmortal en ciernes, fotografiado en pelotas el día en que debía leer su discurso de entrada en la Real Academia Española? ¿El aprendiz de torero? ¿El puntilloso y erudito anotador de palabras non sanctas? ¿El vagabundo que se pateó España para contar con gran amor luego todos los mínimos detalles que los turistas desprecian? ¿El enfant terrible de la literatura de la postguerra?

Camilo José Cela era cada uno de esos personajes y muchos más que se nos escapan ahora de la memoria. Ya saldrán; lo importante es saber cómo y en qué orden. CJC, como acostumbraba a firmar él mismo, era, al margen de lo que pudiera parecer a los ojos del lego, un hombre ordenado hasta la enfermiza obsesión: sería injusto profanar su imagen convirtiéndola en un cajón de sastre en el que cunde el caótico barullo. Busquemos un método; un principio. «Erase una vez», por ejemplo, serviría para el comienzo, porque ninguna historia sobre Camilo José Cela puede separar del todo lo real de lo imaginario. «Hace mucho tiempo», a continuación, viene también al pelo: la historia comienza, desde luego, medio siglo atrás. Y ahora, ¿cómo seguimos? «Había una princesa que vivía en un país remoto...» No, eso ya pega mucho menos. Las princesas tienen poco sirio en el mundo de los cómicos, los artistas y los poetas.

Lo que sucedió una vez, hace mucho tiempo, es que Camilo José Cela tuvo un hijo: yo mismo. Tal circunstancia no debería suponer gran cosa de cara a la historia que debe contarse, pero el lector tendrá que pechar con las inevitables consecuencias de ese acontecimiento banal. Todo lo que recuerdo de Camilo José Cela viene después de ese día del mes de enero de 1946, cuando Madrid amaneció cubierto por una áspera nevada.

MÍ padre me aseguraba que empecé a darle la lata en el mismo momento en que llegué al mundo, en el quirófano de una clínica del barrio de Arguelles, allá por la mitad de la calle de Quintana. La comadrona, momentos antes del parto, reprendió con severidad a Charo, mi madre, porque llevaba un camisón sin mangas y la melena con el pelo suelto, es decir, porque iba en plan indecente. Mi padre la mandó a la mierda y la sacó a patadas del cuarto, pero el médico, que era el de la Asociación de la Prensa y debía tener una gran conciencia de clase, se solidarizó con la buena señora y dijo que allí no nacía nadie de tan descocada forma. La cosa terminó bien gracias a otro médico amigo de mis padres, Luis Pérez del Río, para quien, por lo visto, el juramento hipocrático no contenía cláusulas de censura previa. Consiguió sacarme con el cordón umbilical dando vueltas alrededor de mi cuello, cosa a la que la sabiduría popular concede mucho mérito y augura gran suerte. Todavía no he perdido las esperanzas.

Sesenta minutos después de nacer yo, mi padre estaba dando una lectura del manuscrito en ciernes de La colmena en la librería Buchholz, lo que dice mucho de su sentido de la profesión, o de la paternidad, según se mire. Pero un par de días después sus tiernos instintos se desataron cuando, al engancharme un dedo en el mantón lleno de bordados y puntillas con el que se recuerda a los recién nacidos de mí familia lo duro que es el mundo, levanté la ceja derecha haciendo un gesto que es típico de mi padre. Ya fuese porque se confirmaba la paternidad, o por las emociones que siempre provocan tales episodios, es ése el primer detalle de mi carácter que se recordaba en casa.

El recién nacido recibió el nombre de Camilo José, cosa que dice poco de la capacidad inventiva de mi padre y bastante más acerca de su respeto por las tradiciones. Camilo José se llama mi padre; Camilo y Camila se llamaban mis abuelos paternos; Camila mi hija y Camilo un primo mío. La historia, ahora que caigo, acabaría por complicarse bastante si decido narrarla utilizando los nombres propios, pero no se asusten: todos esos personajes que llaman a confusión desaparecen en este primer acto. Queda tan solo el Camilo José Cela que se hizo popular. Y así, como quien no quiere la cosa, hemos dado ya con la fórmula necesaria para contar sus aventuras: me limitaré a repasar de la forma más cuidadosa y ordenada posible los rincones ocultos de mí memoria.

Cela, mi padre
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
sec_0047.xhtml
sec_0048.xhtml
sec_0049.xhtml
sec_0050.xhtml
sec_0051.xhtml
sec_0052.xhtml
sec_0053.xhtml
sec_0054.xhtml
sec_0055.xhtml
sec_0056.xhtml
sec_0057.xhtml
sec_0058.xhtml
sec_0059.xhtml
sec_0060.xhtml
sec_0061.xhtml
sec_0062.xhtml
sec_0063.xhtml
sec_0064.xhtml
sec_0065.xhtml
sec_0066.xhtml
sec_0067.xhtml
sec_0068.xhtml
sec_0069.xhtml
sec_0070.xhtml
sec_0071.xhtml
sec_0072.xhtml
sec_0073.xhtml
sec_0074.xhtml
sec_0075.xhtml
sec_0076.xhtml
sec_0077.xhtml
sec_0078.xhtml
sec_0079.xhtml
sec_0080.xhtml
sec_0081.xhtml
sec_0082.xhtml
sec_0083.xhtml
sec_0084.xhtml
sec_0085.xhtml
sec_0086.xhtml
sec_0087.xhtml
sec_0088.xhtml
sec_0089.xhtml
sec_0090.xhtml
sec_0091.xhtml
sec_0092.xhtml
sec_0093.xhtml
sec_0094.xhtml
sec_0095.xhtml
sec_0096.xhtml
sec_0097.xhtml
sec_0098.xhtml
sec_0099.xhtml
sec_0100.xhtml
sec_0101.xhtml
sec_0102.xhtml