A principios de siglo, al socaire del final de las aventuras coloniales, volvieron a Mallorca bastantes de las fortunas de la isla que estaban desparramadas por el mundo. Proliferaron así las casas señoriales, un poco al estilo de Villa Clorinda, situadas en los lugares de moda. A la entrada de la finca, en el jardín, se solía plantar una araucaria, esa especie de abeto de agujas gruesas con las ramas distribuidas con sumo orden piso por piso, y de color oscuro, semejante casi al azul. Con el paso de los años las araucarias llegaron a ganar fama de árboles de mal agüero. Se decía que la familia quedaba arruinada en cuanto las ramas del árbol alcanzaban el techo; puede muy bien que fuera así, porque el tiempo que tardaba la araucaria en crecer hasta la altura de tres pisos se correspondía bastante bien con el paso de dos generaciones; rara es la casa en la que la fortuna familiar sobrevive intacta a los nietos.
El Puerto de Pollença de los años cincuenta, con sus grandes casas coronadas ya por las araucarias y su aire de digna decadencia, podría parecer el sitio ideal para un joven escritor que tiene por delante toda una prometedora carrera literaria. La mezcla de paz y bullicio, lujo y ruina, vida social y retiro, mantenida, día a día, en un provisional y endeble equilibrio, supone una tentación difícil de eludir. Pero ése era el Puerto de Pollença veraniego, el de la colonia de veraneantes que convertía el caserío en una excelente muestra del savoir faire. El invierno en el Puerto era muy distinto: casas cerradas y silenciosas; gatos pululando por los vacíos cubos de la basura; el duro viento de la tramontana que golpeaba los postigos de un chalé cerrado con demasiadas prisas. Escapar de Madrid ya era suficiente aventura como para que Charo y Camilo José se quedasen a invernar en un remoto pueblo fantasma del otro lado de la isla de Mallorca. La versión oficial sostiene, sin embargo, que el motivo principal que les animó a buscar casa en Palma fue la necesidad de llevarme a un colegio civilizado. La Palma de entonces era mucho menos incómoda y tumultuosa que la de ahora, pero aun así mis padres tuvieron el buen gusto de huir de los barrios céntricos y buscar algo más bucólico donde meterse. Como la idea de vivir cerca de la plaza Gomila les gustaba y la casa de la calle de José Villalonga en la que habían pasado unas semanas antes de irse a Pollera no estaba disponible, se decidieron al final por un chalé situado en el muy cosmopolita barrio de Son Armadans. Quedaba en la esquina formada por la calle de Calvo Sotelo, que llevaba a la plaza Gomila, y la calle del Bosque, que moría al cabo de doscientos o trescientos metros en el bosque de Bellver. Ninguna de esas dos calles mantiene hoy su antigua denominación: la del prócer conservador ha pasado a llevar el nombre de Joan Miró, y la que conduce al bosque, quizá por motivos que no son del todo ajenos a lo que se cuenta en este capítulo, se llama ahora calle de Camilo José Cela.
El chalé de Bosque I era una casa muy nueva y cómoda, pero el fervor turístico y la especulación del suelo dieron con ella abajo pocos años después de que la dejaran mis padres. Han construido en su lugar un espantoso edificio abarrotado de bares, restaurantes y tiendas de souvenirs. Son Armadans, desde luego, no es ya lo que era.
Mientras el chalé estaba aún en pie respondió a lo que se podía entender entonces por una casa moderna y, en cierto modo, lujosa, con amplios espacios abiertos, un cuarto de estar bastante bien integrado en el diminuto jardín y, por lo que hace a cocina y cuartos de baño, unas instalaciones más propias del siglo XX que de los anteriores. La terraza-jardín daba a la calle de Calvo Sotelo, pero estaba situada al nivel de un primer piso y su intimidad quedaba bastante asegurada, sobre todo si tenemos en cuenta que en aquellos años el barrio no estaba plagado, como ahora, de bares. Justo enfrente quedaba un club de tenis; a su lado, una especie de pradera cubierta de espigas de trigo y amapolas a la que acudían las vacas, durante el buen tiempo, a pastar. Esa mezcla de nostálgico bucolismo y modernas comodidades era todo un progreso frente a la casa de Madrid e incluso, sí se quiere, respecto de Villa Clorinda. Era perfecta para llevar una vida de sociedad dando fiestas, invitando a los amigos a pasar unos días, saliendo por ahí a tomar copas y, en general, haciendo justo lo que Charo y Camilo José querían hacer para celebrar el hecho de haber huido para siempre (¡toca madera!) de la miseria.
La casa le fue alquilada a la viuda de Vidal, la madre de un médico muy amigo de mis padres, Juan Vidal Pedrero, que habían conocido en el Puerto de Pollença. El hijo de Juan Vidal, Guillermo, fue mi primer amigo en Palma. Conmueve ver a dónde puede llegar una amistad lejana. Pese a los sobresaltos que le debimos producir como inquilinos, Guillermo y yo continuamos llevándonos todavía muy bien.