El banquete

Pero enfriar las emociones, en Estocolmo, cuesta poco.

Una nueva odisea por caminos de nieve, jalonados esta vez por unos misericordiosos boy —y girl— scouts que sostienen antorchas en una larga fila, conduce a otro lugar, el enorme salón Azul del Ayuntamiento de Estocolmo, extraña muestra de un eclecticismo que une el ladrillo visto, la bóveda de hormigón, el falso techo de escayola y los vidrios emplomados. El escenario en que se va a dar cuenta del banquete en memoria de Alfredo Nobel. Algunos consiguen llegar allí en tan buen estado como para animarse a acudir al cuarto de baño. Los más se refugian entre la multitud, buscando un poco del calor que ya nadie recuerda. Pero no hay que permitir que decaiga el ánimo. Está a punto de celebrarse la comida más famosa del mundo de las ciencias, las artes y las letras.

El ceremonial sigue siendo, por supuesto, rígido y exacto. Por poner un ejemplo, los brindis anunciados tendrán lugar a las siete y cinco y a las siete y siete de la larga noche. Inútil es decir que, aun cuando nadie mira el reloj, los segundos son tenidos muy en cuenta. Hasta la nube de camareros actúa al unísono, dirigida por un maestro de ceremonias al que así, a ojo de buen cubero, cualquiera tomaría por un secretario de embajada como poco.

Del techo del salón cuelgan hasta trece lámparas de araña entre estucados de oro y columnas corintias que enmarcan los escudos de armas. En las esquinas, altorrelieves en escayola y bustos de un material impreciso. Los asientos son bancos de iglesia forrados de terciopelo azul. El suelo, como el parquet gastado de un salón de baile. A mi lado se sienta una hija del premio Nobel de Química, que me comenta que somos colegas. Hasta ahí podíamos llegar, le replico.

—¿Cuantos hermanos son ustedes?

—Tres. Somos tres hermanos.

—Y el premio de Química lo comparten dos profesores. Dos por tres son seis. Le corresponde a usted una sexta parte.

El paté de anguilas, la espalda de alce y la juliana de legumbres son un digno marco para el momento culminante del banquete, cuando Rostropovitch, armado del cello, dedica su música a la memoria de Boris Pasternak, el escritor tan insumiso como excelso a quien un gobierno algo más estúpido que los demás le impidió recoger su premio. Luego la ceremonia y el protocolo se relajan algo con la versión nórdica de la tuna de los estudiantes de Derecho. Se conoce que los suecos no acaban de ver del todo bien esa historia, porque se han ido hasta Noruega en busca de los saltimbanquis.

Los discursos de los laureados devuelven emoción y empaque. En medio de un silencio sepulcral va a leer Camilo José Cela unas palabras —tres minutos como máximo, ordena el programa— que ya han sido más que aireadas en todas las lenguas. Incluso los que no entienden el castellano, que son mayoría, se conmueven con el vozarrón profundo y sereno que va predicando paz a los hombres de buena voluntad.

El resto de la ceremonia pertenece a la categoría de la anécdota. Un baile en el que el protocolo pierde su sentido, unas recepciones privadas con los reyes suecos y un enorme cansancio generalizado se acumulan cuando la noche todavía camina cerca de su primera mitad. El sombrero de tres picos y la capa española de Camilo José Cela duermen en el inmenso vestuario. Su premio Nobel, ese premio Nobel que guardó bajo el brazo, aferrándolo de una forma reñida con la etiqueta cuando el rey de Suecia le entregó el galardón, ya no es suyo. Es de los que estuvieron presentes en el salón de conciertos, de los que encontraron un lugar en la mesa del banquete, de los que siguieron los actos en las pantallas gigantes habilitadas para quienes no cabían, de los amigos y de los enemigos próximos y lejanos. El Nobel es ya, cuando ni siquiera apunta el nuevo día, de todos nosotros.

Cela, mi padre
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