El Diccionario secreto

A la variedad literaria abordada por Camilo José Cela en la época en que dirigió la editorial Alfaguara hay que añadirle todavía un nuevo género, inaugurado por mi padre: el de la erudición subterránea o, si se prefiere, el de la sabiduría malsonante. Un género, por otra parte, bien notorio, porque los libros de mayor éxito de todos los que publicó la editorial fueron, sin lugar a dudas, los del Diccionario secreto. Fiel a su doble condición de académico y fervoroso defensor del habla popular, mi padre acometió en su diccionario la poco usual tarea de «reunir y estudiar con los respetos debidos algunas de esas voces condenadas por razones socialmente admisibles, sin duda, pero en todo caso extracientíficas, y que, en buena teoría del lenguaje, debieron haber sido acreedoras a más risueña suerte de la que corrieron».

El primer tomo del Diccionario secreto, publicado en el año 1968, tiene trescientas cuarenta y nueve páginas, con casi treinta de fuentes y bibliografía, y está dedicado a las palabras derivadas de la raíz latina coleo y sus afines. Desde «cojón», «cojonudo» y «acojonar», a voces más ocultas, como «monario», que es como llama Samaniego a los testículos, o «matate», que viene del náhuatl y significa, también, cojón. El segundo tomo, que salió tres años más tarde, es todavía mayor. Seiscientas setenta y nueve páginas con una adenda de cuarenta y una más a la bibliografía del tomo anterior, acerca de todo aquello relacionado con pis: «pijo», «picha», «carajo», «fierabrasa», «pito», «agarejo»... Tamaño alarde de erudición hubiera llevado a cualquiera a sospechar acerca de las morcillas que podrían deberse a Una capacidad imaginativa tan fértil como la de mi padre, pero lo cierto es que el Diccionario secreto no contiene trampa ni cartón. Un equipo de colaboradores vació a fondo lo más granado de la literatura española en busca de palabras condenadas, metáforas y eufemismos; el propio CJC, después, repasó, modificó y dio forma final a todas y cada una de las fichas. Aún se conservan en la casa de La Bonanova los cajones y archivos repletos de papeletas de todo tipo: las que se usaron y las que corresponden a otros tomos, como el de cunnus, que nunca llegaron a ver la luz. A bote pronto no parece tener mucho sentido que unos volúmenes tan sesudos y eruditos pudieran acabar teniendo tanto éxito popular. Entre las precisiones sabias, la teoría del lenguaje y las abreviaturas, el Diccionario secreto es obra difícil incluso de leer. Pero contiene numerosas citas y ejemplos; en ellos está la razón de su larga venta. Los versos desgarrados, festivos y procaces de Cervantes, de Lope de Vega, de Espronceda, de Samaniego, de Moratín, de Quevedo, de Ventura de la Vega y de tantos otros autores clásicos y contemporáneos, formaban un divertidísimo panel en defensa de unas palabras que no solían superar entonces el obstáculo de la censura. Mucha gente pudo comprobar allí la larga tradición literaria de expresiones a las que la gazmoñería de la época había relegado a la condición de lenguaje proscrito. Pero ni siquiera esa retahíla de autoridades pudo evitar que el Diccionario secreto apuntalase la fama de tremendo malhablado de CJC, haciendo crecer todavía más su ya, por aquel entonces, enorme popularidad.

Cela, mi padre
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