Labores y prebendas académicas.

CJC atendió a la perfección, en los primeros tiempos, sus tareas de académico. Tomaba todos los jueves el avión de Madrid, temprano por la mañana, para estar presente en las sesiones ordinarias; proponía documentadas papeletas acerca de voces muy comunes, ausentes del diccionario por culpa de su malsonancia; conspiraba en ocasión de las elecciones de nuevos académicos dentro, claro es, del grupo «progresista» de la casa. Luego se enfrió un tanto su celo y acabó, por fin, acudiendo muy poco a la Academia. Pero se trataba tan sólo de alguno de sus clásicos enfados; ni la desidia ni la indiferencia tenían nada que ver con su retiro. CJC continuó siendo un académico en cuerpo y alma. Por el mero hecho de serlo, los académicos reciben, además de la gloria, el tratamiento de Excelentísimo Señor, la facultad de usar papel de escribir con membrete de la Real Academia Española y, siempre que acudan a las sesiones de trabajo, nueve duros de dieta por cada asistencia, aunque me parece que, gracias a la generosidad de los últimos ministros de Cultura, la cantidad se elevó luego a algo menos de quinientas pesetas por barba, o perilla, y sesión. Ignoro si ha habido subidas posteriores. El aprecio que tenía mi padre a su condición de inmortal puede deducirse muy bien sin más que atender a su postura ante tales signos externos. Si dejamos de lado el aspecto económico, que al Camilo José Cela que yo conocí nunca le interesó lo bastante como para meterse casi nada en el bolsillo, CJC reclamaba y mostraba con orgullo las demás prebendas. Guardaba con amoroso cuidado las tarjetas de letra de bulto destinadas a la Guardia Civil, utilizaba siempre su papel de cartas de la Academia y exigía el tratamiento adecuado cada vez que se planteaba la ocasión.

Ese afán por el formalismo protocolario suele sorprender bastante a los que guardan de él el recuerdo de un escritor tremendo y no se han tropezado nunca con su vertiente académica. Cada vez son menos, porque con los años se acentuó la imagen venerable y patriarcal de un «Don Camilo», casi en clave de personaje de Guareschi, a quien nadie osaba tutear. Pero cuando, hace años, el barbudo vagabundo se presentaba en una sala de conferencias y exigía, airado, que se incluyera su reglamentario trato de excelentísimo en el anuncio, solían abundar las sorpresas y, algunas veces, hasta se abría paso el disparate. En ocasión de una cena de cierto empaque cultural celebrada, hace ya muchos años, en el hotel Pormentor para culminar algunos juegos florales, o un premio de novela, o algo así, el maestro de ceremonias del ayuntamiento de Palma de Mallorca, un hombre bizco y bastante apocado al que habían puesto a cargo del protocolo porque quizá no encontraban otro trabajo mejor que darle, tuvo la mala suerte de encontrarse con CJC a la hora de organizar el orden de la mesa. El buen hombre no tenía ni la menor idea de cuál era el rango protocolario de un académico ni, ya que estamos, de ningún otro prócer, pero en aquellos tiempos tampoco pasaba nada grave por eso. Como no se planteaban los celos de ahora entre autoridades estatales, autonómicas, provinciales y locales, la solución era bien sencilla: del Gobernador Civil y Jefe Provincial del Movimiento para abajo todo daba un poco lo mismo. Así que el jefe municipal de protocolo, a la hora de colocar a los comensales, relegó de la presidencia a mi padre y puso en el sitio de mayor rango a una celebridad de la isla, un cura anciano y liberal, lleno de achaques, que no paraba de toser. El jefe de protocolo que, siguiendo una antigua y extendida costumbre local, confundía los tratamientos correspondientes al nombre y al apellido, se vio obligado a darle alguna explicación a CJC.

—Me ha parecido mejor ponerle a él de presidente porque, ¿sabe usted, señor Camilo?, como es sacerdote y, además, mayor...

El escritor le dedicó una larga mirada antes de responderle.

—Pues ha tenido suerte de que no esté presente el Príncipe de Asturias; con el mismo criterio le manda usted a cenar a la cocina.

Cela, mi padre
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