La ceremonia
Cinco horas y media después del ensayo, en el minuto preciso, comienza la función. La sala de conciertos, de una modernidad que recuerda la de los años cincuenta del pasado siglo, está presidida por un órgano inmenso al que se sube por una escalera metálica de caracol. El palco para la orquesta domina el gran escenario al que alumbran de forma cruel las luces, las sempiternas luces, impuestas por la servidumbre de la televisión. Cada rincón disponible está cubierto de flores amarillas y anaranjadas que ha enviado la Azienda di Soggiorno e Turismo de San Remo.
Las señoras de traje largo y los caballeros atormentados por el frac, se levantan cuando aparece la infanta Cristina, armada de una juventud a la que apenas afecta el protocolo. Hay que ponerse de nuevo en pie al hacer su entrada en el escenario los reyes Silvia y Gustavo de Suecia acompañados de los augustos tíos del último. Y se debe abandonar una vez más el asiento cuando la orquesta ataca la Festmarch de Hugo Alfvén y los laureados con el premio Nobel —nueve en total, porque el de Física, Química y Medicina están compartidos este año— ocupan sus puestos. Con tanto levantarse y sentarse uno ha aprendido ya a mover las colas del frac como si fueran propias, pero sin la elegancia y desinterés que muestran los académicos suecos. Se conoce que están más acostumbrados a la gimnasia.
La ceremonia sigue con la sucesión de piezas de Mozart —cantadas por Anne Sofie von Otter— y Strauss que da paso a los discursos en los que se resumen los méritos de cada uno de los premiados. Durante el ensayo se les había advertido a éstos que no debían sobresaltarse con el primer compás de la Explosíonspolka de Strauss, que hace honor al nombre. Pero nadie debió avisar a la reina Silvia que, como todo el mundo, pega un respingo al oír el golpe inicial de los timbales; se ve que tiene muchas tablas porque termina por hacerle mucha gracia su propio susto.
El programa del concierto está elegido con mucho cuidado para honrar de la forma más imparcial posible a los diversos sabios galardonados, pero Camilo José Cela tendrá derecho a una tonada propia: «Los vecinos», de El sombrero de tres picos de Manuel de Falla, Poco habrá de importarle a él, que es sordo en todo lo referente a la música y es posible que la confundiese con una canción folklórica esquimal. En lo que hace al resto, cada uno de los galardones sigue una misma y cuidada ceremonia, por más que haya peculiaridades interesantes. Sólo nuestro premio Nobel de Literatura, por ejemplo, luce medallas: la de la Real Academia de la Lengua, la Gran Cruz de Isabel la Católica y la de la Villa de Padrón. Sólo él viste chaleco y corbatín negros, de acuerdo con la costumbre de los académicos españoles. Sólo CJC permanece todo el tiempo con el gesto ceñudo habitual de quien parece enfadado con el mundo, sin leer la traducción de los discursos suecos que, por otra parte, está en inglés excepto en su propio caso. Sólo el cronista oficial de Padrón se guarda con esmero de dar la espalda al rey, luego de recibir la caja del diploma. Camilo José Cela es ya premio Nobel a todos los efectos. El aplauso, atronador, muestra bien a las claras a quién sigue el público asistente al acto. La emoción se desborda y hasta el hierático CJC, una vez sentado, se permite, contraviniendo todas las reglas, un tímido saludo a la concurrencia. Al terminar el acto, es el delirio. Pocos pueden a esas alturas contener las lágrimas.