Fiesta en La Bonanova

Los amigos de siempre y, sobre todo, los de Mallorca se dieron cuenta mucho antes que yo de lo que sucedía, así que me correspondió, una vez más, salir al ruedo para alejar a capotazos una sensación desagradable de olvido. A todos ellos les convocó mi madre en la casa de La Bonanova y allí, mientras se me preguntaba por los mil y un detalles de la ceremonia de Estocolmo, leí unas palabras que reproduzco:

Ante la ausencia de Dios padre, me corresponde a mí oficiar de sumo sacerdote. Si tenemos en cuenta cómo acabaron, de Mahoma al Bautista, todos los profetas, no resulta ése un papel demasiado aconsejable. Confiemos en que, por lo que hace a mi caso, las cosas rueden algo mejor.

Todos los ahora presentes fuisteis testigos fidelísimos de las andanzas de Camilo José Cela por tierras mallorquinas. Aquí, desde Pollença a La Bonanova, acertó mi padre a escribir los libros que, con mayor o peor fortuna, le fueron llevando por los caminos de las glorias mundanas y, a la postre, incluso por aquellos de las celestiales. A lo largo de todos esos años CJC estuvo rodeado de gentes que le querían y no se recataban en demostrárselo. Sería probablemente absurdo suponer que sin vosotros, sin sus amigos, la obra del premio Nobel no hubiera tenido lugar, pero lo cierto es que habría sido diferente. Más o menos extensa, pero diferente. Demos gracias por ésta de ahora mismo, por la que tenemos a nuestro alcance y por la que pasará a la historia para deleite y sosiego de los futuros lectores de Cela.

Sé bien que vosotros, durante esos años, habíais pensado en acompañar a Camilo José Cela a recoger un premio que a nadie se le hacía ni lejano ni improbable. Llegado el momento, las cosas han transcurrido de manera distinta. Por mor de las férreas reglas del protocolo vikingo, CJC no ha podido llevar, como quería, un avión lleno de sus amigos mallorquines. Pero no tiene ningún sentido el dolerse y, menos todavía, en una ocasión tan gozosa como ésta. Lo que importa de verdad es recordar precisamente ahora que nadie, salvo vosotros, tuvo la oportunidad de conocer y amar al vagabundo en aquel entonces, mucho antes de que los azares de la fortuna acabasen por elevarlo a los altares.

Camilo, el mozo.

La Bonanova, a 13 de diciembre de 1989.

De esas palabras se hizo un folletón impreso en los talleres de la Antiga Impremía Soler, de Palma. En la cubierta se reproducía el esbozo que mi padre había hecho del Liberal y mundial cabildo de caballeros e infantes de la tabla redonda de La Bonanova, orden no sé si militar o monástica que llevaba, en el dibujo, la fecha tachada de MCMLXV y se dividía en dos instituciones, Gobierno y Senado, a las que se añadían la Nómina de caballeros parciales, la Nómina de infantes parciales, La Junta de damas y el Gallinero de malditos. Me aterra pensar en qué cesto hubiera caído mí nombre si mi padre hubiese completado el proyecto. Pero sólo el Gobierno y el Senado incluían algunas referencias nominales.

El Gobierno comenzaba por el Gran Maestre, adjudicado por CJC a Américo Castro, a quien seguían el Curador —con las iniciales de mi padre— y el Contralor, reservado para José Larraz. Por lo que hace al Senado, constaba ese cabildo nonato de distintos oficios agrupados en tres bloques: Oficios del capítulo de la cabeza (Actuario, José Roán; Fiel, que quedaba vacante, y Loquero, en el que figuraba, claro, López Ibor), Oficios del capítulo del vientre (Refitolero, Néstor Lujan; Maestresala, Juan Cárdenas; Sumiller, don Félix Huarte, que era el único de este capítulo a quien se le daba tratamiento) y Oficios del capítulo del corazón (Poeta, Robert Graves; Físico, Juan Rof Carballo y Capellán, donde figuraba, debajo de un nombre tachado a conciencia, Dom Mauro).

Mi padre no fue nunca Curador de esa orden. Terminó siendo marqués, pero eso es algo muy diferente. Marqueses hay muchos. Curador del Liberal y mundial cabildo de caballeros e infantes de la tabla redonda de La Bonanova no podía haber más que uno solo.

Cela, mi padre
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