Varia literaria
Puede que fuera la presión de su aventura editorial, o quizá se tratase del alivio de haber sacado por fin mía nueva e importante novela; en cualquier caso, mi padre entró por aquellos años de La Bonanova en una etapa de fértil producción literaria. Apenas dejó escapar ningún género a su segura fórmula de diez horas diarias de trabajo, sin excusa ni pretexto. Desde el ensayo (Al servido de algo) a la novela (Oficio de tinieblas; 5); desde el libro de viajes (Viaje al Pirineo de Lérida) a la literatura costumbrista (Nuevas escenas matritenses); desde el cuento largo (La familia del héroe) a la adaptación (La resistible ascensión de Arturo Ui, de Bertolt Brecht), resulta difícil encontrar un hueco que no llenara CJC por aquel entonces: teatro (El carro de heno), edición modernizada de clásicos (La celestina), ópera (María Sabina), versos festivos (Viaje a U.S.A... ), cine (los diálogos de Lenny), televisión (El hombre y el mar, El Quijote). Todo lo abarcó con su portentosa capacidad de trabajo.
Algunas de esas vorágines literarias tuvieron su faceta social. María Sabina, por ejemplo, se estrenó ante dos mil personas en el Carnegie Hall de Nueva York, con música de Leonardo Balada, en la primavera del año 1970 (el viernes día 17 de abril, por más señas). Guy Bueno mandó una crónica de la función, haciéndose eco de las palabras elogiosas del New York Times, que se publicó en numerosos diarios de España. Pero luego, al estrenarse en España, el jueves día 28 de mayo del mismo año en el teatro madrileño de la Zarzuela, las cosas transcurrieron de forma algo distinta. La sala estaba también llena, pero el respetable público se tomó muy a mal la ópera, que estaba muy lejos, desde luego, de La boheme. Las señoras de traje largo, los caballeros de esmoquin y algún que otro jovencito de bufanda y abrigo patearon a rabiar, interrumpiendo la función, mientras mi padre, siempre cortés, se ponía de pie en la platea más cercana al escenario y, sonriente, saludaba con grandes reverencias. La gente, al ver su reacción, redoblaba los pateos y los rugidos.
Recuerdo en especial el enfado de una de las señoras del patio de butacas que gritaba, sofocada de ira pero sin apear el tratamiento, «¡más respeto, señor Cela!». Mi padre continuó levantado, imperturbable y saludando con la mano, hasta que murió el pateo por agotamiento. Yo siempre había tenido cierta aversión a la ópera, una fobia un tanto injustificada si se tiene en cuenta que en mi juventud sólo había ido a ver un espectáculo así un par de veces, pero acabé lo que se dice fascinado. En mi primera ópera, con motivo de la representación de Aida, durante mi infancia en Palma, un dromedario que habían puesto en el escenario para dar sabor ambiental al asunto, se puso de pronto y sin aviso alguno a mear. El chorro interminable acabó inundando la concha del apuntador, que tuvo que salir corriendo, mientras tenores, mezzos, barítonos, sopranos y coro intentaban, sin éxito, empujar al bicho hacia los bastidores. Entre aquella Aida y la Marta Sabina de Madrid he acabado por reconciliarme del todo con esos acontecimientos sociales. Los diarios, al reseñar el estreno madrileño de María Sabina, hablaron de «división de opiniones». Se conoce que ya entonces el nombre de Camilo José Cela imponía demasiado como para referirse al pateo sin más. Algún crítico, como el del diario Madrid' vinculado, según es sabido, al Opus Dei, se atrevió a indicar con timidez lo siguiente: «No fue, a nuestro juicio, un acierto la selección de obras españolas para este VII Festival de Ópera madrileño.» Hubo también una voz del todo hostil: la del cronista del ABC, que se permitió ironizar sobre el texto de la ópera, CJC envió de inmediato al diario una respuesta que reproduzco en la medida en que significa un hecho insólito. Creo haber advertido antes que el escritor jamás respondía a las críticas; he aquí la excepción:
Señor director de ABC:
Me refiero a la reseña que el crítico musical suplente de ABC hace de mi tragifonía María Sabina en el número de hoy de tu periódico. Nada he de objetar, claro es, a su juicio por dos razones: una substantiva —el respeto que profeso a la crítica, al margen de suplencias, calidades o intenciones— y adjetiva la otra —el principio, al que me debo, de no contestar jamás a nada que pueda referirse a mi labor profesional.
Sin embargo, no quisiera silenciar algo que, por serme ajeno, no debo dejar sin réplica. Vuestro crítico musical suplente asegura que en mi texto «previamente había entrado implacable la censura». Es falso. La censura no tachó una sola línea de mi poema, como puedes ver en el ejemplar que te envío adjunto. Los cortes, en función del acoplamiento del texto a la partitura y de la partitura al texto, los decidimos Leonardo Balada y yo después de haber pasado todos los trámites administrativos, por nuestra propia y exclusiva conveniencia y sin intervención —que no hubiéramos admitido— de la censura ni de nadie. Porque te sé amigo de la verdad me permito enviarte estas breves palabras, que dejan las cosas en su sitio. Paso por alto el tono peyorativo, por el contexto, que emplea vuestro crítico musical suplente para recordar que soy académico de la Lengua —designación que me honra—, y no deja de causarme extrañeza que en tu periódico deis cabida a esas frivolidades, cuando no son pocos los académicos que a él se sienten ligados y no menos los aspirantes a académicos que en él —y a cualquier título— trabajáis.
Sólo me resta añadir que no enriendo a qué rincón de mi fisiología se refiere vuestro crítico musical suplente al aludir a los «mismísimos repliegues de donde ellos (entre los que me incluye) quieran». Este lenguaje erótico vergonzante siempre ha sido un arcano para mí.
Te agradecería que, sí lo entiendes oportuno, dieras cabida a esta carta en tu sección de teatro y en el mismo sitio en que vuestro crítico musical suplente publicó sus ejercicios.
Un abrazo de tu compañero y buen amigo:
Camilo José Cela.
La carta me parece lo bastante explícita como para no añadir más que un único comentario, tan obvio que hubiera podido ahorrármelo: CJC no citaba jamás, sucediera lo que sucediese, sin excepciones de ningún tipo, el nombre de sus enemigos. Se trataba de una estrategia calculada y no de una simple superstición. El «crítico musical suplente» no pasará a la historia, desde luego, gracias a la réplica de CJC.