El Puerto
Pollença (que antes se escribía Pollensa, como en castellano) es un pueblo de los más grandes del norte de Mallorca, un pueblo que siempre ha tenido una clara vocación culta, con importantes músicos y pintores. Pese a que, con el paso de los años, la isla ha ido adquiriendo un tono monocorde, hay pueblos como Soller o Pollensa que han sabido mantener su propia personalidad, quedándose un tanto al margen de la uniforme corriente. En los años cincuenta Pollensa mostraba ya los rasgos de su manera de ser, pero contaba además (como Soller) con las ventajas del binomio pueblo-puerto. Al haberse formado lejos del mar, huyendo de la amenaza de los piratas, mantenía un caserío con ese nombre, Puerto de Pollensa, para uso de pescadores primero, veraneantes luego y una población de sofisticados vecinos, muchos de ellos extranjeros, por fin.
Las casitas típicas del Puerto de Pollenga tenían dos pisos y una terraza cubierta, una especie de porche delante de la entrada en el que se reunían las familias a la caída de la tarde. Las primeras casas se alineaban, una pegada a otra, en la avenida que llevaba hasta el pueblo cercano de Alcudia; las demás se extendían, ya más espaciadas, a lo largo del paseo cercano a la mar. Por el paseo, que se llamaba La Gola, sólo se podía ir a pie, sorteando las mesas de los dos cafés de moda, el Brisas y el Cactus. Un poco más allá se alzaba el hotel Sis Pins rodeado, como indica su nombre, de pinos. Más lejos aún quedaban las casas lujosas de los veraneantes con posibles y, al final de todo, una base militar de hidroaviones que apenas tenía actividad.
El Puerto de Pollensa era el lugar ideal para lo que buscaban mis padres. Una bahía abierta, con la playa extendiéndose a lo largo de todo el paseo y un ambiente entre cosmopolita y aislado, lleno de ingleses al borde de la jubilación. Costaba mucho trabajo encontrar periódicos y revistas, porque sólo había una tienda de ultramarinos que hacía las veces de quiosco y a la que llegaba de tarde en tarde algún que otro tebeo que yo requisaba de inmediato. Pero había, en cambio, hoteles y cafés muy lujosos para lo que se podía esperar de un pequeño pueblo alejado de Palma. Camilo José Cela encontró aún allí el mismo caserío que describió Agatha Christie en una de sus novelas de intriga, Asesinato en el Puerto de Pollensa7 y un diminuto y encantador lugar que conservaba casi intacto todo el encanto de una época en la que el turismo se entendía, desde luego, de manera muy distinta a la de ahora.