San Francisco
Estuve en el colegio de San Francisco desde el curso que comenzó en el año 1955 hasta el que terminó en 1963, alternando fatigas, éxitos y disgustos con prudente y abnegada dosificación. Conseguí que no me echasen aunque, para ser sincero, tengo que reconocer que obró más en favor de mi continuidad mi apellido que mi conducta. En el colegio de San Francisco aprendí a sospechar de las matemáticas, a hablar el francés con curioso acento y, eso sí, un cierto respeto hacia los verbos irregulares, a engañar a los confesores, a quedarme absorto ante los milagros que nos enseñaba la Biología, a jugar (mal) al fútbol y a no pocas cosas más, dentro de las que formaban el bagaje educativo de un adolescente de aquellos años. No aprendí el mallorquín porque en aquellos años estaba muy mal considerado entre las clases medias el hablar otro idioma que no fuera el castellano y, en consecuencia, en el colegio no nos dejaban hacerlo. Tampoco progresé demasiado en materias humanísticas. Un profesor, cuyo nombre no hace al caso, mutilado de guerra y siempre de mal humor, tenía una idea un tanto especial de la sensibilidad artística y nos insistía siempre, por ejemplo, en que la pintura de Picasso era una tomadura de pelo porque su hija pequeña dibujaba mucho mejor. A veces entraba en aspectos más globales de la cultura y aseguraba entonces que el hombre no puede descender del mono porque, vamos a ver, ¿a quién le gustaría que su abuelo fuera un mono? Al principio de todo, cuando CJC se enteraba de que en clase me hablaban de tales cosas montaba en cólera y pretendía ir al colegio a batirse en duelo con los sacrilegos inquisidores. El agravio no tenía que ver con la enseñanza que recibía su hijo; ése era un aspecto más bien marginal del pleito, toda vez que obraba a favor mío mi probada estulticia. El único hecho inadmisible era el que insultasen al progreso en la persona de Picasso. Como el Camilo José Cela de entonces era bastante dado a las pendencias, la amenaza iba en serio, pero Charo lograba contenerle sólo con sugerir lo que sería la casa de Bosque I conmigo por medio si me sacaban del colegio en pleno curso escolar. CJC mudaba entonces de tercio y tomaba en sus manos la responsabilidad de poner las cosas en su sitio por lo que hace a la Cultura, con mayúscula. Como enseñar arte es algo muy difícil, y mi padre ha carecido siempre de oído musical, optaba por cargar la mano en lo literario. Me hizo leer el Mío Cid, para empezar por los cimientos, y Platero y yo, obra, a su juicio, muy indicada para un niño de nueve años. La terapia no dio mucho resultado, porque del Cantar no entendí una sola palabra y, desde entonces, odio de corazón a Juan Ramón Jiménez.
En realidad no habría hecho falta alguna el compensar mis clases por ese lado. El profesor de Lengua y Literatura, todo lo contrario del de Arte, era un prodigio de fervorosa vanguardia. Adoraba a los más novedosos autores, empezando por el propio Camilo José Cela, y le impresionó hasta tal punto el contar conmigo como alumno que no había análisis sintáctico en clase que se diera por válido sin que antes me lo llevara a casa, para que mi padre bendijera con su visto bueno la solución. Lo malo de ese planteamiento en vaivén era que CJC jamás supo ni una sola palabra de gramática. Durante su bachillerato le pilló una reforma que le dejó huérfano de las letras, porque se daban en tercer curso cuando él estudiaba segundo y en segundo, un año más tarde, al subir él de año. La creación literaria de Camilo José Cela es por completo el resultado de sus intuiciones, de su disposición para construir el ritmo de la frase y de su enorme léxico pero yo, en los años del colegio, no estaba en condiciones de explicárselo a un anhelante y fervoroso profesor. Me limitaba a llevarme los análisis a casa y volver, al día siguiente, inventándome el diagnóstico.
—Que dice mi padre que es una oración reflexiva subordinada.
—¡Vaya! ¡Pues quién lo diría!
Yo le consultaba al principio a mí madre las sutilezas gramaticales, pero pronto me di cuenta de las ventajas de contar con el oráculo de Delfos en mis manos y eché a volar por libre. Poco a poco comencé a forzar la máquina, proponiendo en clase análisis tan originales como arriesgados con la confianza que da el saltar en el trapecio disponiendo de una red permanente de seguridad. Me bastaba con poner un gesto serio y distante cuando insistía en que mi punto de vista, entre todos los que se barajaban en clase, era el que había sido dado por bueno ex cátedra por el escritor. Por fortuna mi padre y el profesor nunca coincidieron en sitio alguno, toda vez que Camilo José Cela, con un criterio que le aplaudía entonces y le seguí aplaudiendo luego (aunque por diferentes razones), consideraba que era una pérdida de tiempo y una muestra de mal gusto el acercarse a las fiestas del colegio y a las reuniones de los padres de los alumnos.
Al releer lo dicho me doy cuenta de que he sido un tanto injusto al valorar lo que me dio el colegio de San Francisco. Con mucho esfuerzo y aún más paciencia consiguieron hacer de mí un crío hasta cierto punto educado y con una pasión por las ciencias de la vida que no abandoné jamás. Estoy convencido de que si hubiésemos mudado los papeles» conmigo de profesor y otro como yo de alumno» hubiese estrangulado a ese miserable alborotador de las aulas.