Las conferencias

El viaje a Tetuán sirvió para cimentar la carrera de conferenciante de mi padre. A los temas literarios habituales (teoría y técnica de la novela, los libros de viajes, literatura y política, la condesa de Pardo Bazán) pudo añadir algo tan exótico y atractivo como el mundo africano. Camilo José Cela no había estado más que unas horas allí, pero se las arregló para que le contratasen una charla en Béjar con el título de «Visión rápida de la Yebala», tema marroquí que, según el diario salmantino El Adelanto, era «de su especial dominio». Hacia Béjar salieron José García Nieto, Pepito para los amigos, y CJC; lo que se dice una cuadrilla la mar de equilibrada. Pepito García Nieto, «que tan alto puesto ocupa entre los poetas modernos» (El Adelanto, de nuevo), iba a hablar del «Encuentro con la poesía española de boy», presentándole Camilo José Cela. Al día siguiente se invertían los papeles de conferenciante y presentador. El trayecto, en tren, fue alegre y cómodo, al menos al principio. Pero a pesar de que la conferencia de mi padre mostraba ya en su título una evidente intención de curarse en salud, al escritor le fue entrando, a medida que el tren se acercaba a Salamanca, algo así como un amago de remordimiento y se entregó a documentarse a fondo, dentro de lo que cabe, merced a una guía de bolsillo sobre África que llevaba consigo por si las moscas. La «numerosa y docta concurrencia que llenó el vasto salón del Casino Obrero» (siempre El Adelanto) salió de la charla muy complacida.

Dar una conferencia era un episodio común en la estrategia seguida por el pícaro literario de aquel entonces, ya fuera poeta, periodista o escritor, para hacerse con unos ansiados duros. La costumbre ha perdurado; puede comprobarse con poco esfuerzo sólo repasando las actividades del Instituto de Cooperación Iberoamericana (antes Instituto de Cultura Hispánica) o los programas de las universidades de verano. Pero sería una equivocación pensar que el joven e ilustre novelista daba conferencias sólo por los honorarios. Camilo José Cela tuvo siempre un curioso (y soterrado) amor por la erudición, sea ésta del tipo que sea, incluso en sus menores y más modestos estadios. Tal debilidad del escritor se conoce en nuestra familia con el nombre, ya popular, de «erudipausia». Cualquier cosa que huela a ciencia incluía para CJC la agradable sensación de la Verdad, con mayúscula; puede ser que no hubiera leído lo bastante a los filósofos popperianos. Mi padre consideraba las conferencias, pues, como algo parecido a la isla que promete una firme y definitiva seguridad en medio del caos del océano rebosante de miserias literarias. Eran aquello que conduce sin rodeos hacia el oculto y misterioso mundo de la razón, alejándose de las siempre incontrolables emociones. Entre un poeta y un mozo de laboratorio este último sabe, por lo menos, qué es lo que quiere.

Tan victoriana forma de pensar tenía por fuerza que derivar en un Camilo José Cela muy distinto del ser vital y mágico capaz de componer un paisaje de tanta belleza como el que inaugura su Mazurca para dos muertos. No es raro pues que las conferencias de CJC, con la excepción de aquellas que suponían la lectura comentada de algún libro suyo, inundasen al oyente con un abrumador diluvio de sesudas citas, alardes doctos y sabias precisiones, es decir, de todo aquello que acompaña por lo común a la más bien inútil erudición. Para goce del público avisado (que a veces lo hay) ese cuadro estremecedor se salvaba gracias al detalle de que resultaba muy raro que Camilo José Cela supiese gran cosa acerca del contenido de su discurso. La charla de Béjar sobre África despertó en él la conciencia de que lo que importa de verdad es cómo se dicen las cosas y no lo que se dice, tradición que viene de lejos y ha culminado, en su faceta más tediosa, en los discursos de cualquier candidato a presidente del Gobierno. Las conferencias de CJC estaban, ni falta hace aclararlo, en otra onda. Gracias a su absoluta carencia de prejuicios sobre el tema a tratar, tenían la belleza de la música literaria dedicada a armar un etéreo andamio sobre el vino, la publicidad, el lenguaje o, si alguna vez se hubiese terciado, los cerros de Úbeda. Creo que, en el fondo, merecía la pena asistir a ellas.

Las conferencias suponen, además de una ocasión magnífica para ejercitar la «erudipausia», un sinfín de oportunidades de lucimiento ante auditorios nuevos y cambiantes. El único cuidado que debe tenerse es el de llevar una nómina detallada y al día de las charlas que ya se han dado. Como la ciencia, incluso la de CJC, resulta siempre limitada, se corre el riesgo de dar un bis. Creo que fue en Orense donde la prensa local, con motivo de una de las charlas preferidas de mi padre, puso por las nubes al escritor, pero no sin puntualizar que les había gustado más todavía el día del estreno, un par de años antes, cuando dio la misma conferencia en aquel lugar. Charo utilizó desde ese día un fichero en el que iba apuntando localidad, fecha y título de las conferencias. Puede ser que la torpeza de sus sucesoras dejara en el olvido esa sana práctica, a juzgar por las críticas que recibió mi padre en los últimos años cuando repetía alguna que otra conferencia ante un público idéntico. Pero tampoco es cosa de entrar en inútiles purismos. Cada actuación de CJC era única porque, al margen de las cuartillas leídas, quedaba siempre lugar para la sorpresa. Cuando mi padre iba por la península de plaza en plaza solía preparar con mucho cuidado la puesta en escena y rara vez dejaba de acompañarle el éxito. Camino de Santander, allá por los primeros años setenta, Camilo José Cela y su secretario, chófer y amigo del alma Fernando Sánchez Monge, El Sánchez, aprovecharon una parada en Palencia, viniendo de Salamanca, para comprar sendas sotanas de las de clérigo montaraz. Camilo José Cela cruzó Santander vestido de cura y soltando tremendos pecados a las adolescentes con las que se encontraba. Las mozas huían despavoridas ante el espectáculo, pero peor aún fue la llegada al salón donde debía tener lugar la conferencia. Uno de los organizadores, profesor de literatura, entre incrédulo y temeroso, le besó la mano a CJC.

—No tenía ni la más ligera idea de que fuera usted sacerdote.

Creo que la conferencia acabó en otro sonoro, rotundo y memorable éxito de crítica y público.

Cela, mi padre
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