CJC senador

De la misma forma que se rechazan los bulos sin sentido se debe dar cumplida fe de los hechos auténticos; lo cierto es que el paso de CJC por el Senado fue de los que dejan un merecido recuerdo.

Camilo José Cela se convirtió en senador por designación real tras una llamada del propio rey don Juan Carlos I anunciándole sus intenciones. No resulta rara la elección de mi padre, monárquico fervoroso, pero el rey llamó también a algún que otro antiguo republicano, como Justino Azcárate, y el grupo de senadores de designación real acabó siendo un cajón de sastre tan distinguido como equilibrado. Lo malo es que, ¡ay!, la monotonía de las sesiones, dedicadas a asuntos tan interesantes como los precios de los fletes marítimos o las competencias de los ayuntamientos en materias de aguas públicas, hacía estragos en la capacidad de atención de todos los senadores y, muy en especial, en la de aquellos cuya vinculación a la política pasaba por la voluntad del rey. Mi padre conservaba embutida en un marco de metacrilato transparente una fotografía muy divertida de aquellos tiempos, publicada en la revista Blanco y Negro, en la que salía bostezando junto a Víctor de la Serna, que se hurga con un dedo en la nariz.

El senador real Camilo José Cela tuvo, pues, sus momentos de evasión, que eran perseguidos de forma sistemática y casi enfermiza por Fontán, el presidente del Senado. Una vez el presidente le dirigió la palabra sin que mi padre, en el mejor de sus sueños, contestase. Quizá sea bueno aclarar que CJC, cuando dormía, montaba un espectáculo de lo más completo. En vez de limitarse a roncar, como cualquier hijo de vecino, gemía, cantaba, rugía, lloriqueaba, recitaba, se lamentaba, tosía, hipaba y murmuraba, todo a la vez. Recuerdo una espantosa noche que pasé con él en Barcelona, en el hotel Colón; al no haber cuartos libres tuve que compartir el suyo. Nunca lo hubiera hecho. Terminé tumbado en el recibidor, pero incluso allí me perseguían los electos sonoros de CJC que, en ese preciso momento, cloqueaba igual que una gallina reclamando a sus polluelos. Lo más sorprendente de todo es que, en mitad de uno de sus felices y agitados sueños, era capaz de soltar una larga parrafada sin despertarse en absoluto. Mi madre, que debió averiguar demasiado tarde cuáles eran las costumbres nocturnas de CJC, tarde para remediarlo, al menos, apuntaba a veces esos improvisados discursos, pero dejó de hacerlo cuando se dio cuenta de que nadie iba a creerse que fueran auténticos. Uno de los más famosos tiene ya bastantes años; corresponde a los primeros tiempos de la casa de mis padres en La Bonanova. En medio de una noche de verano en la que, entre el calor y los grillos, Charo se había desvelado, CJC, de pronto, del todo dormido, se dio la vuelta y dijo con voz clara y nítida:

—Eso viene mismamente de que la criaturita tomó escabeche en malas condiciones.

El que Cesáreo Rodríguez Aguilera haya publicado alguna que otra vez la historia me anima a incluirla aquí. El testimonio de los jueces ilustres ayuda siempre a que le crean a uno.

Pero estábamos en el momento en que el presidente del senado había sorprendido a CJC echando una cabezada. Las siestas diurnas de mi padre no eran tan escandalosas como sus representaciones de por la noche pero, aun así, debieron bastar para que tuvieran que llamarle la atención. Decía antes que mi padre no se dio por aludido a las primeras de cambio. Al dirigirse Fontán de nuevo a él, mi padre se despertó de pronto y entonces el presidente aprovechó la oportunidad para reñirle:

—El senador Cela estaba dormido...

CJC contestó de inmediato; a su rapidez de reflejos proverbial no le afectaba demasiado el sueño.

—No, señor presidente, no estaba dormido. Estaba durmiendo.

—Pero eso es lo mismo.

—No, señor presidente. No es lo mismo estar jodido que estar jodiendo.

El episodio se eliminó, por desgracia, del diario de sesiones del Senado, aludiendo motivos de supuesta decencia. Es una lástima, porque el argumento no tenía vuelta de hoja y contiene uno de los muy escasos ejemplos del parlamentarismo a la antigua, es decir, del anterior a la culiparlancia.

Pero los resultados más tangibles del paso de CJC por el Senado son, sin lugar a dudas, los de sus enmiendas a la Constitución que, por aquella época, se estaba redactando. El académico intentó que la carta magna fuera lo más respetuosa posible con la lengua española aunque, por desgracia, las virtudes del consenso entre los mayores partidos políticos dieron al traste con muchas de sus buenas intenciones. Consiguió, por lo menos, que se dejara de llamar «gualda» al color amarillo de la bandera, con lo que se eliminaba la servidumbre impuesta por la rima de una zarzuela. También rompió una lanza a favor de la condición femenina cuando, al citarse el orden sucesorio de la Corona, pidió que se dijera mujer en lugar de hembra, porque lo contrario de hembra no es varón, sino macho. Un senador se opuso con el argumento de que siempre se había dicho varón y hembra; quizá no había entendido aún que al hacer una Constitución lo que se buscaba era, en el fondo, el cambiar algunas cosas.

Cela, mi padre
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