A vida o muerte

En la primavera del año anterior al premio Nobel, mientras Fernando Corugedo, Emiliano Piedra y mi padre discutían en la casa de La Bonanova cómo adaptar El Quijote a la televisión, CJC se sintió enfermo. De ahí pasó al quirófano casi de inmediato, luego de que José Caubet, uno de sus amigos más íntimos, consultase con Alfonso Ballesteros —amigo también y médico de cabecera, en el sentido más estricto del término, de la familia— y el cirujano Miguel Llobera —¿habrá que repetir que se trataba de un amigo más de los que quedaron por el camino en los años oscuros?—, cuáles eran las miasmas que le rondaban por las entrañas a mi padre. Los síntomas eran pésimos. El doctor Llobera me lo soltó de sopetón y sin disfraz alguno en el vestíbulo de la casa de La Bonanova, lejos del cuarto desde el que mis padres podían oírle: todo apunta al cáncer.

Una primera operación rebajó —aleluya— el diagnóstico al de divertículos intestinales. Pero mi padre no se recuperaba; muy al contrario los dolores, la fiebre y el malestar iban en aumento.

En el otoño de ese mismo año, creo recordar que fue en noviembre, la enfermedad había llegado tan lejos que mi padre se puso en manos de otro de los amigos de siempre, José Luis Barros, el cirujano que le había disputado nada menos que al marqués de Villaverde, el yerno de Franco, un cargo muy prestigioso. Me parece que fue la cátedra en el Hospital Clínico de la Complutense pero tampoco me atrevería a jurarlo.

Cuando Barros examinó a mi padre, se quedó preocupadísimo. La operación era imprescindible pero tenía que hacerse estando CJC en unas condiciones de salud pésimas y sin tiempo disponible para recuperarlo. En la víspera José Luis Barros me pidió que fuera a verle a su casa. Me recibió con una elegantísima chaqueta de lana de cachemira —era todo un señor— que no podía borrar el gesto de angustia de su cara. Me llevó a su biblioteca y, allí, al amparo de los libros, me lo dijo sin más preámbulos.

—Lo más probable es que tu padre no salga vivo del quirófano.

¿Qué cabe replicar cuando uno oye algo así? Mi reacción fue estúpida. Dije que no, que debía haber algún error, que eso no podía ser posible, que mi padre era toda una fuerza de la naturaleza. José Luis me miró con lástima.

—Sus pulmones están casi inutilizados. Menos mal que le hice una radiografía de tórax. Es un disparate operarle pero no podemos perder ni un solo día más porque el riesgo de peritonitis es muy alto. Es muy posible que se muera de todas formas.

No me atreví a decírselo a mi madre, que se había trasladado conmigo hasta Madrid para estar con CJC en los momentos más difíciles, pero tampoco era cosa de ocultarle lo que parecía inevitable. Opté por echar mano de mí época de ingeniero y acudir a los números, que todo lo confunden. Le dije que había unas probabilidades del 50% de que se salvase.

El cincuenta por ciento. Una de dos. Echas una moneda al aire dando vueltas y cuando cae al suelo tu padre está vivo o está muerto. Años atrás, al leer la paradoja cuántica del gato de Schródinger, no me había dado cuenta bien del todo de las crueldades que pueden llegar a esconderse bajo el signo del azar.

Barros me pidió que no me moviese de la puerta del quirófano mientras operaba a mi padre, que entró allí con la cara de un color gris ceniza jamás visto antes en quien era todo empuje, todo vida. Cosa de una hora más tarde el cirujano me pasó un bote de vidrio metido dentro de una bolsa de plástico. Contenía una muestra del tejido enfermo del intestino de mi padre. En la clínica de la calle de Juan Bravo no disponían de los medios precisos para analizarlo y yo tenía que cruzar Madrid hasta un hospital más grande en busca de un departamento con laboratorios capaces de lograr un diagnóstico rápido. Mi padre iba a permanecer con el vientre abierto en la mesa de operaciones entre tanto.

Es una pesadilla que vuelve a veces: el recuerdo de mis prisas angustiadas recorriendo Madrid en una noche de lluvia, la imposibilidad de encontrar un aparcamiento a mano, la llegada a la sala de urgencias en la que, a cada instante, acudía una ambulancia —un navajazo, un accidente de tráfico, una sobre— dosis— y donde nadie sabía darme razón del médico que yo buscaba. Resultó estar en el departamento de necrología. ¡Vaya augurio! Media hora más tarde, con la noticia magnífica de que no había tumor alguno en la muestra, me resultó dificilísimo dar con un teléfono y, al toparme con él, representé toda la secuencia de la histeria: los duros no entraban, la línea no sonaba, los dedos no acertaban a marcar el número escrito en el papel, que apenas veía en la penumbra. Pero la moneda en el aire había caído del lado de la absolución, al menos momentánea.

No me arrepiento de mis nervios y de mí poca serenidad en aquella noche. No puedo: se trata también de una tara heredada. Cuando en los años cincuenta, ya en Mallorca, mi madre sufrió un colapso que la llevó al borde del cementerio, la reacción de CJC fue la de encerrarse bajo llave en el enorme cuarto de baño de la casa de José Villalonga y ponerse allí a dar vueltas, una tras otra, mientras Charo yacía en el suelo de su cuarto.

Tras la operación a cara o cruz de CJC siguió a lo largo de semanas la recuperación del enfermo, con su cuerpo machacado por dos operaciones en pocos meses y unos pulmones apenas capaces de oxigenar la sangre. José Luis Barros fue, una vez más, claro y terminante.

—El riesgo continúa. Tu padre debe levantarse de la cama varias veces, por la mañana y por la tarde, o morirá de una pulmonía inmediata.

Ahí me quedé, pues, de enfermero a la fuerza con el enfermo peor que pueda imaginarse. Todos los días, por la mañana y por la tarde, levantaba a mi padre de su cama a la fuerza, casi a golpes, mientras él me insultaba con toda la riqueza que su excelente castellano le permitía. Los enormes dolores que le producía el caminar no le apagaban la voz. Se lamentaba de haberme engendrado, de que yo no estuviese ejerciendo de ingeniero en Siberia, de haberse dejado olvidada su bayoneta en Palma... Bueno, eso es lo que puede transcribirse en un libro serio y de lenguaje respetuoso como éste. Pero todo lo demás que se decía en aquella habitación es fácil imaginárselo.

Cela, mi padre
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