Apuntes gastronómicos

Pero no quememos etapas. Estamos en la casa aquella que el escritor y su mujer habían convertido en su hogar y en su oficina, que en mi familia nunca se supieron distinguir ambas funciones. La bodega de la casa queda cubierta casi en toda su superficie por una enorme mesa de madera. La mesa es, en realidad, la tapa de una barrica de vino traída de un celler de Inca, y hubo que colocarla en su sitio antes de que se levantasen las paredes de la casa porque después hubiera sido imposible meterla por hueco alguno. Pero en la bodega queda lugar también para estanterías cargadas de libros (faltaría más) amén de botellas de carácter reunidas y atesoradas por CJC: una reserva de champán dedicada a los esponsales de Balduino de Bélgica y Fabiola; un licor medicinal marca Nuestro Señor Jesucristo que, al decir de su etiqueta, es capaz de curar entre otras muchas enfermedades la impotencia; unas botellas de vino dibujadas por La Chunga... La bodega, haciendo honor al sentido estricto del término, contiene también vinos de los de beber, pero su sección más espectacular es la de las botellas ya vacías, dedicadas a CJC por algunos de sus amigos en recuerdo de alguna que otra cena memorable. Están allí los ejemplares firmados por Picasso, por Miró, por don Juan de Borbón y por Miguel Ángel Asturias, entre tantos otros. Había más de un centenar y, como cito de memoria, es probable que esté pasando por alto alguna que otra dedicatoria importante. Las de los pintores eran las más espectaculares, por supuesto, gracias a sus dibujos y sus colores, pero yo me quedé siempre con la del viejo aventurero que se enamoró de un país de locos, y supo contar como nadie las historias de aquellos a los que la fatalidad ha reservado el destino de perdedor. La dedicatoria estaba escrita en mal español, con una caligrafía pulcra y cuidadísima: «Hecho al Escorial. Ernest Hemingway.»

La bodega de La Bonanova fue, durante largo tiempo, el exponente mejor del aprecio que mi padre le tuvo siempre a la virtud de comer y beber de forma civilizada; aprecio que, a la larga, le metió cuarenta kilos en la barriga y acabó llevándole al quirófano. Entre 1988 y 1989, varios de sus amigos médicos (José Caubet, Alfonso Ballesteros y Miguel Llobera, en Palma; José Luis Barros, en Madrid) le abrieron por dos veces las tripas para curarle unos divertículos inflamados. Se trata de una enfermedad típica, en teoría, de los países más civilizados en términos gastronómicos, pero desde el momento en que operaron de lo mismo al presidente Reagan ya no me atrevería a poner la mano en el fuego para asegurarlo. Sobre esa enfermedad y sus secuelas se volverá más adelante.

Con la operación mi padre perdió treinta y dos kilos y abandonó casi del todo sus hábitos alimenticios más interesantes. Pero es mucho mejor fijar el recuerdo en los años de las vacas gordas, en aquéllos en los que la bodega de La Bonanova estaba cubierta de jamones de pata negra, de lomos embuchados, de panzudas sobrasadas y camaiots y de quesos manchegos curándose en una gran tinaja de barro, metidos en aceite. Daba gusto ver tanta abundancia.

La glotonería de Camilo José Cela era otro de esos rasgos proverbiales de su carácter y lo bastante conocido como para que no merezca la pena insistir demasiado en él. Conviene aclarar, sin embargo, algunos detalles. El primero, que cantidad y calidad son circunstancias que CJC apreciaba por igual y sin hacer distingos. Nada más lejos del ánimo de mi padre que esos menús «largos y estrechos» impuestos por la cursilería de la nouvelle cuisine la moda. Las fabes con almejas, el cordero, el lacón con grelos o la escudella i carn d’olla son platos que CJC apreciaba por el cuidado equilibrio con el que en ellos se añade, al arte, la presencia.

En contra de lo que es habitual entre triperos, mi padre no cocinaba ni por asomo. El único plato que le gustaba hacer, una paella en verdad bien conseguida, terminó por arrinconarlo porque siempre había quien opinaba sobre la cantidad necesaria de líquido o el tiempo que faltaba para quedar listo. Pero ese repelús ante los fogones lo compensaba por medio de un espíritu del todo abierto ante lo que se le ofrecía de comer. Cualquier cosa sancionada por la costumbre, de la que se guardase memoria de excelencia gastronómica, era digna de tener en cuenta; así llegó CJC a comer saltamontes fritos en África, mono en El Caribe y algo que se parecía mucho, según dijo mí padre, a la carne humana, en el Orinoco. Esto último no resulta fácil de comprobar, pero en otros casos existen muy oficiales documentos que dan fe. Los cojones de morueco macerados que se comió en Finlandia frieron suscritos por un documento firmado por el traductor jurado de la embajada española en Helsinki. Y de la rata que paladeó CJC en la localidad mallorquina de Sa Pobla hay diligencia oficial extendida por Damián Vidal Burdils, abogado y notario de dicha villa.

Lo único que no probó jamás CJC es la comida basura: hamburguesas, perros calientes, ketchup y coca-cola. Nadie es perfecto.

Cela, mi padre
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