Un elefante en la cacharrería

Camilo José Cela elegido académico fue una noticia que dio pronto la vuelta al país y saltó hasta las Américas, seguida de comentarios y opiniones para todos los gustos. Aunque, por lo general, se aplaudía la incorporación de CJC a la santa casa, había quien le sacaba algo más de punta al tema aprovechando la circunstancia un tanto insólita de que una candidatura única obtuviese cuatro votos en blanco. Noticias Gráficas, de Buenos Aires, explicaba a sus lectores que las reticencias académicas se debían a las numerosas declaraciones del candidato advirtiendo que jamás había plantado un árbol, ni escrito texto alguno ensalzando la edificante institución del ahorro. Tenía razón; ésa era la imagen típica de Camilo José Cela: la de un novelista a la greña con todos los valores tenidos por serios, ponderados y tradicionales; la de un descreído y mal hablado amigo de los golfos y los vagabundos; la de un escéptico; la de un triunfador que no se veía en la necesidad de pedirle perdón a nadie por sus éxitos. Un elefante vital en la cacharrería de la calle de Felipe IV Su barba, como el nombre de las mujeres poco honradas, estaba en boca de todo el mundo, pero era un símbolo también de todo aquello a lo que no estaba dispuesto a renunciar. Con ella en alto se metería CJC en la Academia.

Estaba claro que no iba a hacerlo de cualquier forma. Cierto es que la toma de posesión oficial de Camilo José Cela como académico exigía cumplir el ritual de leer un discurso de entrada. Pero siendo inevitable la formalidad de ese acto, CJC se cuidó de proporcionar una puesta en escena conforme a las esperanzas que el público tenía depositadas en él. Porque no es muy corriente que un miembro electo de la Academia, en el día de su acceso al sillón de inmortal, pose desnudo ante los chicos de la prensa.

Ha corrido mucha tinta y se han extendido demasiados bulos sobre los episodios de aquel domingo 26 de mayo de 1957. No es cierto que CJC leyera desnudo su discurso; don Ramón Menéndez Pidal, director de la Real Academia Española, no lo hubiera tolerado. Tampoco es verdad que brindara su discurso a la hora de comenzar la lectura, como si de una becerrada se tratase, al ministro de Educación, Jesús Rubio, allí presente y vestido con las mejores galas de su uniforme falangista. El diabólico escritor no coló en su discurso ningún pecado digno de mención, ni dedicó cortes de manga a la concurrencia, ni se metió el dedo en la nariz. Su comportamiento, dentro de lo que cabe, fue impecable. Pero el diario Arriba publicó un extenso reportaje fotográfico de la jornada del que iba a ser ese día un nuevo académico, crónica que comenzaba con el despertar de CJC, metido en la cama, y seguía luego con las imágenes del escritor en la ducha, enjabonándose el sobaco y con las barbas llenas de espuma. Fueron esas imágenes las que dieron lugar al mayor escándalo. Venía después el almuerzo con Charo y los amigos; el cuidadoso ritual de vestirse, poniendo esmero en abotonar bien los gemelos del frac y dejándose hacer el nudo de la corbata por Eugenio Suárez; el traslado, en haiga, hasta el caserón («a la Academia Española, que me esperan», le dijo al chófer); la lectura ante un auditorio expectante y fiel; el abrazo de la madre, mi abuela Camila, al nuevo académico de número; el descanso del guerrero, por último, a la caída de la noche, con los pies encima de la mesa y un whisky en la mano. Una cadena de sucesos diferente a todas las que había vivido hasta el momento tan vetusta 'y remilgada institución.

Asistí a la ceremonia de entrada de mi padre en la Academia sentado en la primera fila, que estaba reservada a los familiares, junto a la mujer de Gregorio Marañón, pero mi testimonio no vale gran cosa para dar fe de lo que allí sucedió. Me encontraba incomodísimo, con mi traje nuevo y mí corbata; no entendía ni una sola palabra de lo que mi padre dijo sobre Solana y muy poco más de lo que aportó Marañón al contestarle. Suponía que mi papel era el de estarme quieto, en una actitud hierática, dejando pasar el tiempo en espera de mejores oportunidades; a eso me dediqué, aunque más en cuerpo que en alma. Conté varias veces el número de los barrotes del atril en el que leía mi padre y del estrado de los miembros de la presidencia, de izquierda a derecha y luego al revés. Examiné, con el rabillo del ojo y sin mover la cabeza, a todos los espectadores de las primeras butacas de la sala. Saqué con disimulo, rascando con el dedo para hacer una bola con ella, la pelusa acumulada en el bolsillo del pantalón aunque, como el traje era de estreno, había muy poca. Encontré un chicle, pero no me atreví a metérmelo en la boca, por aquello del qué dirán. En general mi comportamiento fue muy alabado y dos o tres de los concurrentes, al acabar el acto, me dijeron que no parecía hijo de mi padre. Creo que, en las circunstancias de aquella tarde madrileña de primavera, cabe interpretarlo como todo un elogio.

Cela, mi padre
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