Capítulo quinto: Los Papeles de Son Armadans

Tres años atrás

Al dedicar el capítulo anterior a los poetas, cosa que anima a tomarse libertades y licencias incluso aunque se tratase de una reunión organizada con mano férrea como la de las «Conversaciones Poéticas de Formentor», se ha alterado el orden cronológico de este libro. A Formentor se fueron Camilo José Cela y sus colegas, como quedó dicho, en 1959, pero tres años antes habían tenido ya lugar un par de acontecimientos importantes en la vida del escritor. De uno de ellos, su entrada en la Real Academia, se hablará en el próximo capítulo. Vamos ahora con el otro. En el mes de abril de 1956, mientras las heladas rachas que bajan de la sierra de Tramontana traían los primeros chubascos de la primavera mallorquina y la isla se comenzaba a sacudir de encima la somnolencia del invierno, en el número primero de la calle del Bosque nacía la revista literaria Papeles de Son Armadans.

Dentro de las aventuras que se pudo plantear un ser tan inquieto como Camilo José Cela, cuya proverbial actividad ha sido ya narrada y cuyo culo de mal asiento puede deducirse con facilidad de toda la crónica anterior, la de crear una revista literaria fue con toda seguridad la que dio pie a los más negros augurios. Todos aquellos a los que CJC les contó el proyecto, que tampoco fueron tantos, coincidieron de manera sospechosa en el unánime pronóstico: tres meses de vida, a lo sumo, era todo lo que se le daba a una publicación mensual dedicada a la literatura. España es un país que no lee ni poesía, ni novelas, ¿cómo iba a interesarse ni lo más mínimo por los estudios literarios? Los precedentes tampoco ayudaban a levantar el ánimo: hasta la Revista de Occidente, con todo el prestigio de Ortega y más abierta hacia las humanidades en un sentido amplio, había acabado cerrando sus páginas tiempo atrás.

Huelga decir que esas opiniones fueron decisivas para que mi padre se animara a seguir adelante con su revista. El escritor fue durante toda su vida un ser volcado hacia el optimismo, uno de esos mágicos personajes que, a la manera del héroe hegeliano, creen que todo lo que pasa por la mente puede convertirse en realidad; si aparecen obstáculos tenidos por insalvables bastará con arrimar el hombro y empujar de firme, siguiendo el camino marcado por la necesaria fe, hasta que terminen por derrumbarse todas las murallas. Esa forma de ser le llevó a CJC a mostrarse duro e inclemente ante la presencia del fracaso o, mejor dicho, de los fracasados. Igual que los indígenas de los que habla Evans-Pritchard en sus libros sobre los hechiceros africanos, Camilo José Cela no creía en la existencia de la mala suerte. Existen tribus en África central, como la de los Zande, que atribuyen todo lo que sucede a la voluntad humana; en caso de presentarse la desgracia, buscan detrás de ella la huella de la brujería, del mal de ojo intencionado que causa las enfermedades, las catástrofes y la muerte. CJC, más cercano a los mecanicistas del modernismo científico, admitía que las fuerzas de la naturaleza imponen sus leyes, pero la influencia de su padre, el fiel lector de Nietzsche y Schopenhauer, le llevó a creer a pies juntillas en el dominio absoluto de la voluntad.

El fracaso, la depresión o el desánimo se convirtieron para Camilo José Cela, como consecuencia de tan espartano planteamiento, en la muestra indudable de la pereza. Un escritor que advertía a todo el que se acercase a escucharle que la inspiración no existe, que la literatura es el resultado de sentarse diez o doce horas delante de las cuartillas en blanco, día tras día, hasta sudar sangre en el empeño; un escritor así, por cierto, acabaría por identificar el éxito con el esfuerzo y vería en el mecanismo de la selección natural la infalible prueba de que bajo el orden del cosmos se encuentra siempre la tutela de la justicia. Quedan a un lado las desgracias y los lamentos, de la mano de los vagos, de los remolones, de los que, con tal de no seguir adelante, acuden una vez y otra al alivio del pretexto. La fortuna, en la orilla contraria, tiende su manto sobre los abnegados, los tenaces, los que no se rinden ante los caprichos del destino. Y de esa forma acaba por aparecer un mundo por necesidad dividido en dos mitades, en dos valles tan alejados uno del otro que ni siquiera comparten la delgada línea de una frontera común.

Camilo José Cela fue un juez durísimo para las debilidades del carácter humano; no en vano los personajes de sus novelas acaban siempre sometidos a los límites de agobio y desesperación que les caracterizan. Camilo José Cela fue español, pero hubiera podido ser ruso sin que sus libros lo acusasen de una forma notable.

Cela, mi padre
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