La bicicleta

En Cercedilla mis padres me regalaron mi primera bicicleta. Era el segundo o tercer verano que pasábamos en el pueblo; a mediados del mes de julio (el día dieciocho era San Camilo, ¿lo recuerdan?) fue cuando apareció mi padre con un gran paquete que había traído a cuestas desde Madrid. La bicicleta era roja, con las ruedas y el manillar niquelados y los puños de goma negra, es decir, como casi todas las bicicletas del mundo, pero era mía y eso significa muchísimo para un niño. Sobre todo teniendo en cuenta lo que me había costado convencer a mi padre.

—Pero, ¿tú sabes montar en bicicleta?

—¿Cómo que si sé montar en bicicleta? ¡Pues claro que sé! ¡Sé perfectamente!

—Yo no te he visto nunca...

Ahí tenía atrapado a mí padre.

—¡Claro que no! ¡Porque no tengo ninguna!

—¿Y cómo has aprendido?

—En el pueblo... Con los amigos...

En esos casos siempre es mejor no precisar demasiado.

La llegada de la bicicleta le confirmó a mi padre lo que ya suponía desde algún tiempo atrás: que su hijo era un poco, ¿cómo diríamos?, subnormal. Nada más deshecho el paquete e infladas las ruedas, con la familia reunida en cónclave en la terraza del chalé, me subí muy convencido al artilugio, arranqué, anduve vacilante un par de metros y me caí de cabeza por las escaleras, dando vueltas de campana, hasta llegar al jardín. Mi madre se asustó mucho, pero a CJC le preocupaba más mi salud mental que los rasguños. Desde entonces me sometía de vez en cuando a un test, para ver sí sacaba una conclusión definitiva acerca del alcance de mis ideas.

—A ver, niño, ¿cuántas patas tiene una vaca?

Yo ponía cara de inocente y le contestaba muy serio.

—¿Una vaca? ¿Una vaca de las del pueblo?

—Pues claro, coño, de las del pueblo o de las que sean.

—¿Patas de delante o patas de detrás?

—Patas de las de todos los lados, ¿será posible?

—Tres.

—¿Tres, qué?

—Tres patas. Las vacas tienen tres patas.

Como no acababa de decidir si le tomaba el pelo o no, mi padre se quedaba pensativo y medio triste. La familia no tenía posibles para ponerme un estanco o una gasolinera si se acababan por confirmar sus más negras sospechas acerca de mi capacidad mental.

El episodio de la bicicleta se resolvió con bastante cordura y no demasiado daño para mi dignidad, poniéndole a la rueda trasera unas ruedecillas pequeñas que la sostenían a un lado y otro y aseguraban el equilibrio, pero se me prohibió acercarme a los escalones que remataban la terraza. A los pocos días, después de una mañana en especial movida, también me desmontaron el timbre del manillar.

Cela, mi padre
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