Acerca de la firmeza de carácter

Camilo José Cela había manifestado su tozudez desde muy niño. Teniendo cosa de cinco años de edad, o puede que algo menos, apareció un titiritero por Padrón, el pueblo que queda cerca de la parroquia natal de CJC. El hombre añadía a los saltos y equilibrios habituales la maña de romperse platos llanos, soperos y de postre sobre la cabeza. El señorito Camilo José aseguró que eso no tenía ningún mérito y, nada más volver a casa, se reventó en su repeinada cabeza hasta media docena de platos sin mudar el gesto. Esa cualidad tan temprana de sostenerla y no enmendarla jamás, pasara lo que pasase, se depuró y asentó con la edad hasta volverse un principio de la personalidad del escritor que le ha puesto, a veces, en alguna que otra situación comprometida. Añadiré un único ejemplo más a beneficio de escépticos. Un día de los de vino y rosas, cuando mis padres vivían en el chalé de Bosque I y CJC se acercaba todas las tardes, sin saltarse ni una sola, a los bares que quedaban en la cercana plaza Gomila a pasar el tiempo con los amigos, el escritor se encontró, de repente, algo más aburrido que de costumbre. Los personajes de Camus matan árabes en la playa cuando se encuentran en una situación parecida y aprieta el calor; CJC se limitó a acercarse a un guardia urbano, que, en el extremo de la barra del bar, se tomaba una cerveza para descansar por unos momentos de las fatigas de ordenar el tráfico. El escritor le saludó con finura para rogarle, a continuación, que le prestase el casco. El guardia se quedó de piedra.

—¿Cómo dice? ¿Qué le preste qué?

Camilo José Cela repitió con mal disimulada impaciencia su deseo y pasó a explicarle luego que el casco era propiedad municipal; es decir, de la ciudad; o sea, de los vecinos; en consecuencia, de él mismo o de sus amigos allí presentes. De cualquiera antes que del propio guardia. El agente del orden, algo mosca por no haber seguido del todo bien la cadena de los razonamientos, quiso ganar algo de tiempo:

—Sí, bueno, pero, ¿para qué quiere usted el casco?

—El destino final no influye sobre el derecho al usufructo.

—¿Cómo dice?

—Que lo quiero para mear dentro.

El guardia se tomó muy a mal que le quisiesen mear el casco y se puso como una fiera, dando grandes voces y amenazando con llevarse detenidos al escritor y a sus amigos bajo vagas y un tanto generales acusaciones de alteración del orden, desacato a la autoridad y escándalo público, todo a la vez. El dueño del bar, que conocía a los dos, al guardia y al escritor, consiguió mediar lo suficiente como para calmar los ánimos, pero no sin grandes dificultades. Camilo José Cela insistía en que le dejasen el casco; se trataba de una cuestión de fuero y no de huevo.

—Aquí el agente se resiste a ceder el uso de un bien público y eso no puede ser.

—¡Pero es que usted me lo quiere mear!

—Está usted equivocado. Yo me conformo con que me deje mearlo, que no es lo mismo.

Como el guardia no veía nada clara la sutileza semántica, agarraba con tenacidad el casco. Al fin accedió a dejárselo un rato a CJC, pero a condición de que éste no lo apartara de su vista. Con la porfía acabaron los dos muy amigos, tomando copas juntos mientras mi padre, en recuerdo de sus lejanas épocas de estudiante de la Complutense, le explicaba los más profundos recovecos del Derecho Administrativo.

Se trata de un episodio banal. Pero indica el mismo empuje y la misma fe que Camilo José Cela puso por medio siempre que tuvo que enfrentarse a empresas de las tenidas por imposibles de antemano. El camino de la aventura es el que marcaba la diferencia entre los dos mundos del éxito y del fracaso en la conciencia de mi padre. Y, como cabe suponer, ningún riesgo era demasiado alto, ninguna ambición desmedida si se confiaba en las propias fuerzas lo bastante. Por lo general los acontecimientos le dieron la razón al escritor. No cabe la menor duda de que así fue, desde luego, en el episodio de la revista literaria porque en este caso contamos con el sólido testimonio de la perspectiva histórica. Papeles de Son Armadans, la aventura que debía durar tres meses a lo sumo, se publicó en Mallorca durante veintitrés años y doscientos setenta y seis números, más los extraordinarios y los bis, sin solución alguna de continuidad.

Cela, mi padre
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