Dos discursos

La entrada de Camilo José Cela en la Academia fue un acontecimiento social de primer orden. Tal como decía en su crónica un periodista encargado de dar fe de lo allí sucedido, «una hora antes de comenzar el acto de recepción, la gente se agolpaba a las puertas de la docta Casa. Había señores de apariencia venerable, jóvenes, señoras encopetadas, estudiantes de bachillerato, artistas, muchos fotógrafos y señoritas que más bien parecía que hubieran acudido hasta allí ante el anuncio de cualquier concierto de moda». En esa lista faltaban sólo dos tipos de público: los amigos de CJC, exultantes, y los poetas malditos, que en Madrid son legión, puristas del antiacademicismo, dispuestos a reventar el acto de llegar el momento oportuno y, para qué nos vamos a engañar, un tanto mordidos por una envidia algo insana.

Parte del auditorio estaba más que justificado. Señores venerables abundan en cualquier sesión de la Academia. Señoras encopetadas había, en Madrid, hasta en las conferencias de metafísica de Xavier Zubiri. Amigos y enemigos forman un público siempre fiel. Pero la abundancia de fotógrafos, estudiantes de bachillerato y jovencitas casaderas debía atribuirse en exclusiva al hecho de que era CJC, y no cualquier otro inmortal en ciernes, quien leía su discurso.

Alrededor de la entrada de Cela en la Academia de la Lengua se habían creado ya unas expectativas capaces de explicar las grandes colas, Camilo José Cela había sido, desde sus primeros éxitos literarios, un escritor capaz de conectar con el romántico anarquista que todos los españoles llevan escondido en un hueco profundo de su corazón. Su desprecio por la cultura oficial o, mejor dicho, por lo que los movimientos de un cuarto de siglo más tarde llamarían Kultura; su cuidadísimo desaliño; su barba crecida que tardaría mucho tiempo en extenderse y convertirse en vulgar; su opinión ácida y provocativa; sus pleitos con la censura; su lenguaje entre delicado y barríobajero; su éxito a una edad inusual; todo ello constituía la imagen perfecta del que nada a contracorriente en unos años en los que las aguas del río arrastraban muy sospechosos barros en suspensión.

De ahí que la entrada en la Academia anunciase emociones sin fin. Camilo José Cela era capaz de armar un cristo memorable en cualquier conferencia, o en la sala de fiestas de moda; ¿qué no haría en un acto formal hasta la exageración? Y, para postre, a su discurso de entrada como académico le contestaba Gregorio Marañón, es decir, el intelectual de corte contrario: comedido, serio, educado... Su respuesta podía ser también digna de perpetuo recuerdo.

El acto se esperaba, pues, como una especie de combate de lucha libre en el que el joven descarado y revolucionario invadía el territorio del maduro y noble campeón, Pero, por desgracia, ese imaginado argumento no correspondía ni de lejos al guion que la providencia había compuesto. Mi padre comenzó su discurso con un párrafo que abría las puertas a la esperanza, asegurando que, a partir de ese momento, cada vez que la Guardia Civil le pidiera sus papeles en el transcurso de alguno de sus vagabundajes por España, se limitaría a sacar una tarjeta de las de letra de bulto en la que dijese: Camilo José Cela, de la Real Academia Española. Aunque, como reconocía CJC, «lo más probable es que, de momento, y por lo que sí o por lo que no, me detengan». Pero ese prometedor inicio no llegaba muy lejos. El estreno del cargo de académico seguía de inmediato, dentro del mejor estilo de «erudipausia» de CJC, por los senderos de un monótono y documentado estudio sobre la obra literaria del pintor Solana. La concurrencia se animó de nuevo, sin embargo, al tocarle al padrino el turno de respuesta. Marañón no podía recurrir a la treta de contestar de una manera semejante, porque las reglas de la casa obligan a meterse en materia y referir los méritos y los pecados del nuevo académico. Pero aun cuando agarró el toro por los cuernos y repasó con su habilidad e inteligencia habituales el supuesto enfrentamiento entre vanguardia y caverna, entre apocalípticos y conservadores, su discurso aplastaba cualquier posible y jugosa polémica. Marañón dio también su plato de carnaza a las fieras, repasando las sucesivas carreras de CJC como actor de eme, pintor entre oficialista y provocativo, soldado de fortuna y, de vez en vez, torero. Pero al entrar en los valores literarios, el tono cambiaba de manera radical. Veinte años atrás, recordó Marañón, a él le había tocado ya representar el mismo papel de portavoz de los inmortales ante la llegada de un iconoclasta: se trataba de la entrada de Pío Baroja en la Academia. En ambas ocasiones, dijo Marañón, «en la retaguardia de los varones sesudos y reglamentistas ha corrido un sobresalto como cuando, de súbito, se abre una ventana y sacude el ambiente una ráfaga de viento primaveral». Pero el antiacademicismo de Baroja y Cela, como había entendido muy bien el sabio doctor Marañón, amigo íntimo de ambos, era fruto del desprecio hacía unas determinadas personas y unas ciertas actitudes; en ningún modo llegaba al fondo de la cuestión, es decir, a la Academia en sí misma. Baroja y Cela eran, en realidad, unos perfectos ejemplares del académico enamorado de su herramienta de trabajo que se dedica con pasión a la limpieza, pulido y esplendor de la lengua española.

Cela, mi padre
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