El Cartujo
En Cebreros mi padre escribía de noche, cuando el calor se tomaba un breve respiro. Durante el resto del tiempo, es decir, muy a menudo, mi padre iba a la fonda del pueblo, el café Madrid, a jugar a la garrafiña con el dueño, Eugenio Fernández, alias Cartujo. MÍ padre le ganaba siempre porque colocaba las fichas todas seguidas sin tener en cuenta el orden, pero el Cartujo, que era muy miope, nunca se dio cuenta de lo que pasaba.
—¡Qué barbaridad, don Camilo, qué suerte tiene usted con las fichas!
En el mundo del Cartujo no cabía siquiera la posibilidad de que un veraneante de Madrid hiciese trampas a la garrafiña.
El café Madrid tenía uno de los dos retretes del pueblo, pero un enorme candado, ya herrumbroso, vigilaba su clausura. A veces alguien, quizá llevado por la urgencia, se atrevía hasta a preguntar:
—¿Y eso?
—Pues que no funciona.
—¿Cómo que no funciona? ¿Y por qué?
—¡Anda, éste! ¿Pues por qué va a ser? Porque lo atascó un viajante catalán, después de la guerra.
Mi padre conservó mucho tiempo una de las mesas de mármol de la fonda del Cartujo; aquella misma que le prestaron durante su segundo verano en Cebreros para que pudiera llevársela a casa y empezar a escribir allí la versión definitiva de La Colmena. Cuando Eugenio el Cartujo vendió el café Madrid, le mandó a mi padre esa mesa blanca y rectangular, de patas de hierro y con el mármol partido por la mitad. CJC la miraba siempre con añoranza. Anoten este dato: detrás de la fachada de distante impertinencia que adoptaba a menudo ante los extraños, Camilo José Cela era, en el fondo, un sentimental.