Prólogo de la primera edición, tal y como salió en su momento

Pero, ¿tú eres hijo de Camilo José Cela?

Camilo José Cela es un escritor muy famoso; probablemente, es el escritor español más famoso que pueda hoy encontrarse. Camilo José Cela tiene también un hijo. Yo. Con frecuencia me encuentro con personas que se asombran enormemente por la confluencia de esos dos hechos, y me preguntan qué se siente al ser hijo de CJC.

Es una pregunta que no se puede contestar. Resulta muy sencillo decir qué relación tengo, como hijo, con mi padre. Pero lo que quieren saber no es eso. El interés de la gente incluye, sobre todo, la circunstancia de la fama de mi padre, y para saber dónde están las claves de lo insólito, es decir, para que pudiese dar cuenta de cuáles son los elementos que se añaden a la paternidad normal, yo tendría que haber sido alguna vez hijo a secas. No es el caso.

Dice mi madre que la primera vez que descubrí, con dos o tres años de edad, cómo se llamaba mí padre, me puse furioso. Camilo José Cela era yo, y no un intruso alto, delgado y ceñudo, que aparecía de vez en vez por mí cuarto. Pero poco a poco aprendí a aceptar que Camilo José Cela era otro desde antes de que yo naciera y, además, para redondear el asunto, que todo el mundo estaba al corriente de ello. Tampoco era como para preocuparse demasiado. Los niños, al crecer y enfrentarse con el mundo, deben irse acostumbrando a la injusticia. En mi mundo particular, además, el nombre de Camilo tenía ya una larga historia. A fuerza de buscar, puede encontrarse un abuelo Camilo, un bisabuelo Camilo, y hasta algún que otro tatarabuelo Camilo. Más atrás, uno acaba por perderse.

Pero la vida me reservaba nuevas sorpresas. Cuando comencé a jugar con otros niños me enteré de que sus nombres eran algo absolutamente personal y no un patrimonio de la familia. Más extraño aún resultaba el que nadie supiese cómo se llamaban sus padres, ni a nadie le importara gran cosa. La vida se estaba convirtiendo rápidamente en algo muy complicado. Yo tengo manos, pies, nariz y orejas de un tamaño bastante proporcionado; tengo también un padre famoso y, para mí, la naturalidad de las cosas incluye tanto el padre célebre como el rostro equilibrado. Pero resultaba evidente que había quienes se regían por otros criterios. Supongo que los cíclopes, las sirenas y los faunos tienen una idea un tanto pintoresca en la mente cuando dicen de alguien que es un tipo vulgar. Y parece fácil suponer lo que nos sucedería si cayésemos, de pronto, en un mundo de cíclopes que teorizan acerca de la normalidad. Puede decirse que me ha tocado vivir en un mundo donde los cíclopes abundan. Resulta divertido.

Lo mejor de todo ha sido siempre el irme encontrando con psicólogos aficionados, con graves y sesudos analistas amateurs que se preocupan con gesto severo por mis posibles sufrimientos mentales. Mi padre es un autor de novelas de alcance universal, piensan; ¿no basta eso para que caiga en la depresión y el suicidio, dado que yo jamás llegaré a colocar ni el más miserable prólogo en los anales históricos de la literatura? ¿Intentaré, en consecuencia, matar al padre famoso? ¿Me acostaré con alguna prima hermana mía, llevado por la venganza? Existen otros muchos argumentos capaces de apuntalar mi desequilibrio. Mi padre, por ejemplo, ha conseguido llegar a los ciento quince kilos de peso aunque, últimamente, va en declive. Yo, por mucho que me esfuerzo, no paso de los noventa. ¿No es ése un terreno abonado para las angustias? Hay que añadir, además, que mi padre, a su condición de novelista inmortal, suma artes tan variadas como ocultas: pintor, artista de cine, torero, judoka (honorario), piloto de globos aerostáticos, cantante de tangos y futbolista, allá por los años de su juventud. Algo como para producirle a uno ese tipo de crisis de identidad que acaba conduciéndole a refugiarse en alguna secta.

Los freudianos de oído continúan sus encuestas averiguando, por lo general, que yo me he dedicado a navegar a vela, practicar luchas orientales, arponear peces y doctorarme en filosofía pura, aunque, bien es verdad, con muy escaso éxito en todas esas distintas labores. ¡Ya lo tenemos! Yo me dedico precisamente a todo aquello que mi padre jamás ha imaginado, construyéndome un nicho a la medida, una cáscara de caracol a título de seguro a todo riesgo. Pero, por desgracia, tampoco es eso estrictamente verdadero. Mi padre y yo compartimos alguna que otra parcela, como la del periodismo y la docencia universitaria. Y los argumentos con pretensión universal aguantan mal las excepciones.

Tengo que reconocer que alguna que otra vez, de hecho, me he dedicado a perseguir el fantasma de mi padre sin que la fortuna de las compensaciones se hiciera demasiado patente. ¿Un ejemplo? Estudié —es un decir— varios cursos de ingeniero, con la idea de que algo así tenía que molestarle a ciencia cierta a cualquier humanista... Pero no adelantemos acontecimientos: eso pertenece ya al hilo de lo que se va a narrar.

En buena lógica me correspondería rematar estas palabras previas haciendo un balance de las ventajas e inconvenientes, de los gozos y las penas que me ha supuesto el llevar un nombre y un apellido así. Pero, ahora que lo pienso, creo que me lo voy a ahorrar. En un mundo de cíclopes lo mejor es camuflarse dentro del bosque más tupido. Nada de lo que dijese serviría, por otra parte, para explicar cuál es la más hermosa de las herencias que me ha dejado mi padre. Para entenderla habría que haber vivido con él cuando el escritor célebre, rebelde, iconoclasta, revolucionario, blasfemo, inmortal y soez cometió el error de abandonarse por un momento a la piedad y respetar las tradiciones. MÍ padre nunca se decidió a echarme de casa y eso me ha permitido contar con una ventaja excepcional. La de estar desde niño, día a día, con Camilo José Cela.

Cela, mi padre
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