no aplaudas la resplandecedora turba de los sepultureros borrachos de ginebra en su desfile bien ensayado no añadas resplandor al resplandor ni sumes turbiedad a la turbiedad la historia no empieza a una señal como las carreras de caballos
¿Podré hacer justicia a esas palabras tremendas que reclaman sosiego como si el escritor hubiese podido ver, con el atisbo de un oráculo inclemente, alguno de los episodios de su propio entierro? ¿Será posible aceptar las admoniciones al mismo tiempo que se esboza el retrato de un hombre recién muerto?
Intentémoslo.
Hagamos acto de fe —Camilo José Cela fue un escritor que sobrevivirá a las cenizas de los fastos—, de esperanza —a CJC le leerán a lo largo de varios de los siglos venideros— y de caridad —ninguno de los lectores de entonces tendrá por qué cargar con el personaje artificioso, con el muñeco irreconocible en que lo convirtieron, con firme voluntad y propósitos nada ocultos, aquéllos a los que los dioses —confío— habrán cegado ya.