V.
EL SONÁMBULO

1

Había un desierto, y Cal no era más que polvo en el desierto, y sus esperanzas y sus sueños también eran polvo en aquel desierto, todos ellos barridos por el mismo viento implacable.

Había podido saborear bien la condición de Uriel antes de que éste alcanzase la curación. Había tenido ocasión de compartir la soledad y la desolación del espíritu, y después la frágil mente de Cal había sido arrebatada hacia arriba en medio del vacío y abandonada allí para morir. Sabía muy bien que no había salida. A fin de cuentas, su vida no era más que un territorio desolado: de fuego, de nieve, de arena. Un territorio desolado por el cual iba a andar errante hasta que ya no pudiera más.

2

A aquellos que lo estaban cuidando, les parecía que Cal estuviese simplemente descansando; por lo menos así fue al principio. Lo dejaron dormir, en la confianza de que cuando despertarse se habría curado. Tenía el pulso fuerte y los huesos intactos. Lo único que necesitaba era tiempo para recobrar las energías.

Pero a la tarde siguiente, cuando Cal por fin se despertó en casa de Gluck, todos comprendieron inmediatamente, y sin ningún género de dudas, que había algo en él que se encontraba profundamente trastornado. Se le abrieron los ojos, sí, pero Cal no estaba presente en ellos. Tenía la mirada desprovista de cualquier matiz que indicara reconocimiento o reacción. Tanto la mirada como el mismo Cal estaban tan vacíos como una página en blanco.

Suzanna no podía saber —ninguno de ellos podía hacerlo— lo que Cal habría compartido con Uriel durante la confrontación que habían sostenido, pero si cabía dentro de lo posible hacer un cálculo fundado. Si la experiencia que la muchacha tenía del menstruum le había enseñado algo, ello era que todo intercambio es en realidad una calle de doble sentido. Cal había conspirado con la chaqueta de Immacolata para darle a Uriel la visión que éste deseaba, pero ¿qué le había dado a él a cambio aquel espíritu lunático?

Cuando, después de dos días sin que hubiera ningún síntoma de mejoría en el estado de Cal, requirieron la ayuda de los expertos, los médicos, sin embargo, y a pesar de que le hicieron todas las pruebas posibles, no encontraron que tuviera nada mal fisiológicamente hablando. Aquello no era un estado de coma, aventuraron, sino más bien una especie de trance; y no conocían ningún precedente, excepto quizá el sonambulismo. Uno de ellos incluso llegó a sugerir que aquella condición podía estar producida por el mismo Cal, posibilidad ésta que Suzanna no descartaba del todo.

Finalmente anunciaron su incapacidad para encontrar los motivos por los que el paciente no estuviera ya levantado y despierto, gozando de una vida saludable. Había motivos de sobra, pensó Suzanna, pero ninguno que ella pudiera ponerse a explicar. Quizá fuera, sencillamente, que Cal había visto demasiadas cosas, y que aquel empacho lo hubiese dejado indiferente a la existencia.

3

Y el polvo seguía rodando.

A veces a Cal le daba la impresión de oír voces en el viento; unas voces muy lejanas. Pero desaparecían con la misma rapidez con que se presentaban, y después volvían a dejarlo allí solo. Y aquello era lo mejor que podía ocurrirle, al menos él así lo entendía, porque si verdaderamente existía un lugar más allá de aquel territorio desierto y las voces que oía lo que pretendían era convencerlo para que regresara, estaba seguro de que ello le ocasionaría dolor, y se encontraba mejor, como ahora, sin dolor. Y además, seguro que antes o después los habitantes de aquel otro lugar vendrían hasta él. Se marchitarían, morirían y se unirían al polvo de aquel páramo desierto. Así era cómo ocurrían las cosas; siempre había sido así y siempre lo sería.

Todo se convertía en polvo.

4

Cada día Suzanna pasaba varias horas hablándole a Cal, explicándole cómo había ido el día, a quién había visto, mencionándole los nombres de la gente que él conocía y los lugares donde había estado, con la esperanza de sacarlo de aquella inercia. Pero no había ninguna reacción; ni el menor indicio.

En ocasiones la muchacha era presa de una callada rabia ante la aparente indiferencia que Cal mostraba hacia ella, y le decía a aquella cara inexpresiva que estaba portándose como un verdadero egoísta. Ella lo amaba, ¿es que no lo sabía? Lo amaba y quería que volviera a conocerla y a estar con ella. En otras ocasiones Suzanna llegaba al borde de la desesperación, y por más que se esforzaba no conseguía reprimir algunas lágrimas producto de la frustración y la infelicidad. Y entonces abandonaba la cabecera de la cama hasta que comprendía que se había tranquilizado de nuevo, porque tenía miedo de que en algún lugar de la cabeza, herméticamente cerrada, de Cal, éste llegase a oír el dolor que ella sentía y se hundiese aún más hacia dentro de sí mismo.

Incluso trató de llegar hasta él valiéndose del menstruum, pero Cal se había convertido en toda una fortaleza, y aquel cuerpo sutil que la muchacha poseía sólo consiguió asomarse al interior de él, pero no entrar. Lo que el menstruum vio no le produjo a Suzanna ningún motivo de optimismo. Fue como si Cal estuviera deshabitado.

5

Al otro lado, el exterior de la ventana de la casa de Gluck, la historia era la misma: había bastantes pocas señales de vida. Aquél era el invierno más duro en lo que llevaban de siglo. La nieve caía sobre mantos de nieve; y el hielo congelaba el hielo.

A medida que el mes de enero seguía avanzando lentamente hacia su triste final, la gente fue dejando de preguntar por Cal con tanta frecuencia como antes. Tenían sus propios problemas con aquella estación del año tan horrible, y les resultaba relativamente fácil dejar de pensar en Cal, ya que éste no estaba sufriendo ningún dolor; o por lo menos ningún dolor que pudiera expresar. Hasta Gluck sugirió a Suzanna, con mucho tacto, que estaba dedicando demasiado tiempo a cuidar de él. Ella también tenía que curarse; tenía una vida a la que, de algún modo, debía poner orden; había que empezar a hacer planes para el futuro. Había hecho ya todo lo que podía esperarse de una amiga abnegada, incluso más, arguyo Gluck, y debería empezar a compartir la carga con otros.

Suzanna le dijo que no podía.

Él le preguntó por qué.

La muchacha le contestó que porque lo amaba y deseaba estar con él.

Aquélla, naturalmente, no era más que media respuesta. La otra media era el libro.

Allí seguía, en la habitación de Cal, en el mismo sitio donde ella lo había puesto el día en que regresaran de la colina de Rayment. Aunque había sido el regalo que Mimi le había hecho a Suzanna, la magia que ahora contenía significaba que ya no podía abrirlo sola. Lo mismo que había necesitado a Cal en el Templo para usar la energía del Telar y cargar el libro con los recuerdos de los dos, de igual manera ahora lo necesitaba de nuevo si es que tenían que darle la vuelta a aquel proceso. La magia flotaba en el espacio existente entre ellos. Suzanna ya no podía reclamar como propio algo que ambos habían imaginado juntos.

Hasta que Cal despertase las Historias de los lugares secretos permanecían sin ser narradas. Y si él no despertaba nunca, así permanecerían para siempre.

6

A mediados de febrero, con la falsa insinuación de un deshielo en el aire, Gluck se trasladó a Liverpool y, a fuerza de hacer discretas indagaciones en la calle Chariot, localizó a Geraldine Kellaway. Ésta regresó con él a Harborne para visitar a Cal. La condición en que se encontraba le produjo una gran impresión, ni que decir tiene, pero poseía esa vena de pragmatismo que la llevaba a buscarse la primera infusión de té después de Armagedón, de modo que al cabo de una hora ya estaba a la altura de las circunstancias.

Regresó a Liverpool al cabo de dos días, de vuelta a la vida que había establecido en ausencia de Cal, prometiendo volver a visitarlos.

Si Gluck había esperado que la aparición de Geraldine ayudaría a romper el punto muerto del estupor de Cal, se llevó una desilusión. El sonámbulo continuó igual durante todo febrero y los primeros días de marzo, mientras en el exterior el deshielo se retrasaba más y más.

Durante el día lo trasladaban desde la cama hasta la ventana, y Cal se quedaba allí sentado mirando la extensión de suelo cubierto de escarcha que había detrás de la casa de Gluck. A pesar de que estaba bien alimentado, pues masticaba y tragaba con la eficacia mecánica de un animal; a pesar de que lo afeitaban y bañaban a diario; a pesar de que lo obligaban a ejercitar las piernas para que los músculos no se le atrofiasen, era evidente para los pocos que seguían viniendo a visitarlo, y especialmente para Suzanna y Gluck, que se estaba disponiendo a morir.

7

Y el polvo seguía rodando.

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