IV.
EQUILIBRISTAS EN EL ALAMBRE

1

Cal y Suzanna caminaban con toda la velocidad que les permitía la curiosidad. Pero, a pesar de la urgencia de su misión, había muchas cosas que les retrasaban la marcha. Había tal fecundidad en el mundo que les rodeaba, y un ingenio tan agudo como una navaja de afeitar en la forma, que se vieron haciendo comentarios sobre lo extraordinario con tanta frecuencia que finalmente tuvieron que dejarlo correr y limitarse a mirar. Entre el gran espectáculo de flora y fauna que los rodeaba no vieron ninguna especie que no tuviese algún precedente en el Reino de los Cucos, pero tampoco había nada allí —desde un guijarro hasta un pájaro, ni nada de lo que el ojo pudiera admirar entremedias— que no estuviera tocado por algún tipo de magia transformadora.

En su camino se cruzaban criaturas que pertenecían remotamente a la familia del zorro, a la de la liebre, a la del gato y a la de la serpiente, pero sólo remotamente. Y entre los cambios efectuados en ellos destacaba una total carencia de timidez. Ninguno huía ante la presencia de los recién llegados; sólo miraban fugazmente en dirección a Cal y Suzanna en un desenfadado apercibimiento de su presencia, y luego seguían a lo suyo.

Hubiera podido ser el Edén —o un sueño sobre el mismo provocado por el opio—, hasta que el sonido de una radio a la que alguien estaba sintonizando de manera inepta rompió aquella ilusión. Fragmentos de música y voces intercalados por penetrantes chirridos y electricidad estática, y todo ello salpicado por alaridos de placer, les llegaron desde el otro lado de un pequeño montículo de abedules plateados. Sin embargo los alaridos fueron rápidamente sustituidos por gritos y amenazas, que aumentaron cuando Cal y Suzanna comenzaron a abrirse camino entre los árboles.

Al otro lado del montículo había un campo de hierba seca y muy alta. En él se encontraban tres jóvenes. Uno de ellos se hallaba en equilibrio sobre una cuerda floja sujeta a dos postes, mirando cómo los otros dos se peleaban. El origen de la disputa resultaba evidente; la radio. El joven más bajo de los dos, que tenía el pelo tan rubio que era casi blanco, estaba defendiendo con poco éxito su posición ante el oponente, bastante más corpulento.

El agresor le arrebató la radio de las manos al joven y la arrojó al otro lado del campo. La radio fue a dar contra una de las varias estatuas, erosionadas por las inclemencias del tiempo, que se alzaban semiocultas entre la hierba, y la canción que había estado sonando cesó de modo brusco. El poseedor de la radio se lanzó contra el que la había destruido, gritando con furia:

—¡Hijo de puta! ¡La has roto! La has roto, maldita sea.

—No era más que un poco de mierda de Cuco, De Bono —respondió el otro joven mientras hacía frente fácilmente a los golpes—. No deberías ensuciarte con esa mierda. ¿No te lo ha dicho tu mamá?

—¡Era mía! —le gritó De Bono a modo de respuesta; luego cesó en su ataque y se fue en busca de su posesión—. No quiero que le pongas tus asquerosas manos encima.

—Dios, eres patético, ¿lo sabes?

—¡Cierra la boca, cabeza de chorlito! —le respondió De Bono. No conseguía localizar la radio en medio de la hierba, que le llegaba por la espinilla, lo cual no hacía más que alimentar la furia que sentía.

—Galin tiene razón —intervino el que estaba encaramado en la cuerda.

De Bono había pescado un par de anteojos de montura metálica del bolsillo de la camisa, y se había agachado para escarbar en busca de su premio.

—Eso es corrupción —siguió diciendo el joven subido a la cuerda, que ahora se había puesto a realizar una serie de pasos complicados a lo largo de la misma: daba saltos, saltitos y grandes piruetas—. Starbrook te arrancaría las pelotas si se enterase.

—Starbrook no se enterará —gruñó De Bono.

—Sí que se enterará —le contradijo Galin echando una mirada al equilibrista—. Porque tú vas a decírselo, ¿verdad, Toller?

—Puede —fue la respuesta de éste, a la que acompañó una engreída sonrisa.

De Bono había encontrado la radio. La cogió y la sacudió. Ya no había música.

—Eres un cabezón de mierda —dijo volviéndose hacia Galin—. Mira lo que has hecho.

Y hubiera renovado el asalto en aquel momento si Toller, desde la cuerda, no se hubiera percatado de la presencia del público que los contemplaba.

—¿Quiénes demonios sois vosotros? —preguntó.

Los tres se quedaron mirando a Suzanna y a Cal.

—Éste es el Campo de Starbrook —les indicó Galin en tono amenazador—. No deberías estar aquí. A él no le gusta que haya mujeres por aquí.

—Andad con ojo, que es un puñetero loco —dijo De Bono pasándose los dedos por el pelo y dedicándole una sonrisa a Suzanna—. Y vosotros podéis decirle esto también, si es que vuelve.

—Yo se lo diré —dijo Toller sombríamente—. Puedes estar seguro.

—¿Quién es ese Starbrook? —preguntó Cal.

—¿Que quién es Starbrook? —repitió Galin—. Todo el mundo lo sabe… —La voz se le fue apagando; al fin comprendió—. Vosotros sois Cucos —dijo entonces.

—Así es.

—¿Cucos? —inquirió Toller, tan aterrado que casi pierde el equilibrio—. ¿En este Campo?

La sonrisa de De Bono sencillamente se hizo más radiante ante aquella revelación.

—Cucos —repitió—. Entonces vosotros podréis arreglar la máquina…

Avanzó hacia Cal y Suzanna tendiéndoles la radio.

—Lo intentaré —le indicó Cal.

—No te atrevas a hacerlo —dijo Galin refiriéndose o bien a Cal, o a De Bono, o a ambos.

—Pero si no es más que una radio, por el amor de Dios —protestó Cal.

—Es mierda de Cuco —insistió Galin.

—Corrupción —anunció una vez más Toller.

—¿De dónde la has sacado? —le preguntó Cal a De Bono.

—¿Y a ti qué te importa? —dijo Galin, luego dio un paso hacia los intrusos—. Ya os lo he dicho antes: aquí no sois bienvenidos.

—Creo que nos lo han dicho bien claro, Cal —insistió Suzanna—. Déjalo.

—Lo siento —le dijo Cal a De Bono—. Tendrás que arreglarla tú mismo.

—No sé hacerlo —repuso el joven, cabizbajo.

—Tenemos cosas que hacer —se disculpó Suzanna con un ojo puesto en Galin—. Tenemos que marcharnos. —Le tiró del brazo a Cal—. Vámonos —le dijo.

—Eso es —asintió Galin—. Malditos Cucos.

—Me dan ganas de romperle la nariz —dijo Cal.

—No estamos aquí para derramar sangre. Estamos aquí para impedir que se derrame.

—Ya lo sé. Ya lo sé.

Con un encogimiento de hombros a modo de disculpa, Cal le volvió la espalda a aquel campo y ambos echaron a andar entre los abedules. Al llegar al otro lado oyeron pisadas detrás de ellos. Los dos se dieron la vuelta. De Bono los iba siguiendo, todavía abrazado a la radio.

—Voy con vosotros —les dijo sin que nadie lo hubiese invitado—. Podéis arreglarme la máquina por el camino.

—¿Y qué hay de Starbrook? —le preguntó Cal.

—Starbrook no va a volver —repuso De Bono—. Ellos esperarán hasta que la hierba les llegue por la espalda, pero no volverá. Y yo tengo mejores cosas que hacer. —Sonrió—. He oído lo que decía la máquina —les confió—. Hoy hará muy buen día.

2

De Bono resultó ser un compañero de viaje muy instructivo. No había tema sobre el cual no estuviera dispuesto a entrar en especulaciones, y su entusiasmo al hablar contribuyó a sacar a Suzanna de la melancolía que la había invadido tras la muerte de Jerichau. Cal los dejó que hablasen a sus anchas, él tenía las manos muy ocupadas tratando de andar y arreglar la radio al mismo tiempo. Sin embargo, se las arregló para repetir la misma pregunta de antes referente a de dónde había sacado De Bono aquel artículo.

—De uno de los hombres del Profeta —le explicó De Bono—. Me la dio esta mañana. Tenía varias cajas llenas.

—Lo creo —dijo Cal.

—Es un soborno —comentó Suzanna.

—¿Creéis que no lo sé? —dijo De Bono—. Ya sé que nadie consigue nada gratis. Pero no creo que todo lo que me dé un Cuco sea corrupción. Eso es lo que dice Starbrook. Ya hemos vivido con los Cucos antes, y hemos sobrevivido… —Se interrumpió y dirigió su atención a Cal—. ¿Hay suerte?

—Todavía no. No se me dan muy bien los cables.

—A lo mejor encuentro a alguien en Nadaparecido —dijo De Bono— que me la pueda arreglar. Ahora estamos a un tiro de piedra.

—Nosotros vamos a la Casa de Capra —le dijo Suzanna.

—Yo iré con vosotros. Sólo que pasando antes por el pueblo.

Suzanna se puso a discutir.

—Un hombre tiene que comer —continuó De Bono—. Mi estómago cree que me han cortado la garganta.

—Nada de rodeos —le exigió Suzanna.

—No es un rodeo —replicó De Bono con una sonrisa radiante—. Nos cae de paso. —La miró de reojo—. No seas tan desconfiada —le dijo—. Eres peor que Galin. No voy a hacer que os perdáis. Confiad en mí.

—No nos queda tiempo para hacer turismo. Tenemos asuntos urgentes.

—¿Con el Profeta?

—Sí…

He ahí un buen pedazo de mierda de Cuco —comentó Cal.

—¿Quien? ¿El Profeta? —preguntó De Bono—. ¿Es un Cuco?

—Eso me temo —le dijo Suzanna.

—Ya ves, Galin no estaba equivocado del todo —le hizo saber Cal—. La radio es un pedacito de corrupción.

—Yo estoy a salvo —les aseguró De Bono—. A mí no puede alcanzarme.

—¿Ah, no? —inquirió Suzanna.

—Aquí no —insistió De Bono dándose unos golpecitos en el pecho—. Estoy sellado.

—¿Es así como tiene que ser? —le preguntó Suzanna dejando escapar un suspiro—. ¿Vosotros os encerráis en vuestras creencias y nosotros en las nuestras?

—¿Por qué no? —quiso saber De Bono—. Nosotros no os necesitamos.

—Pues tú quieres la radio —le recordó la muchacha.

De Bono lanzó un gruñido.

—Pero no tanto. Si la pierdo no voy a ponerme a llorar. No merece la pena. Nada que sea de los Cucos la merece.

—¿Es eso lo que dice Starbrook? —le comentó Suzanna.

—Oh, muy lista —repuso él con cierta acritud.

—Yo he soñado con este lugar… —dijo Cal interviniendo en el debate—. Creo que les ocurre a muchos Cucos.

—Puede que vosotros soñéis con nosotros —repuso De Bono en tono desagradable—. Pero nosotros con vosotros, no.

—Eso no es verdad —le corrigió Suzanna—. Mi abuela amó a uno de los vuestros, y él le correspondió. Si podéis amarnos, también podéis soñar con nosotros. Del mismo modo que nosotros soñamos con vosotros, si se nos da la oportunidad.

«Está pensando en Jerichau —advirtió Cal para sus adentros—; está hablando en abstracto, pero es en él en quien está pensando».

—¿Es así? —preguntó De Bono.

—Sí, así es —repuso Suzanna con súbita furia—. Siempre es la misma historia.

—¿Que historia? —inquirió Cal.

Nosotros la vivimos y ellos la viven —le explicó Suzanna mirando a De Bono—. Trata de nacer y de tener miedo a morir, y de cómo el amor nos salva.

Dijo todo esto con gran certeza, como si le hubiera llevado mucho tiempo llegar a esa conclusión y ahora la tuviera por inamovible.

Ello silenció a la oposición durante un rato. Los tres siguieron caminando sin pronunciar palabra durante dos minutos o más, hasta que De Bono dijo:

—Estoy de acuerdo.

Suzanna lo miró.

—¿En serio? —le preguntó, francamente sorprendida.

De Bono asintió.

—¿Una sola historia? —dijo—. Sí, eso tiene bastante sentido para mí. Al final, es lo mismo para vosotros que para nosotros, con encantamientos o sin ellos. Es como tú dices. Nacer, morir; y en medio el amor. —Hizo un pequeño murmullo de apreciación y luego añadió—: Naturalmente; tú sabrás más de esta última parte —dijo, incapaz de reprimir una risita—. Ya que eres una mujer mayor.

Suzanna se echó a reír; y como para celebrar la circunstancia la radio cobró vida de nuevo, con gran deleite de su dueño y asombro por parte de Cal.

—Eres un buen hombre —le gritó De Bono—. ¡Buen hombre!

La cogió de las manos de Cal y empezó a sintonizarla, de manera que fue con acompañamiento musical como entraron en el extraordinario poblado de Nadaparecido.

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